En el pueblo había un puente de madera viejo y tambaleante que conectaba dos mundos: el campo donde los niños jugábamos y la colina desde donde los mayores miraban al horizonte. Nos decían que no cruzáramos. “Ese puente no es para vosotros”, advertían los adultos. Nadie explicaba por qué, y eso lo volvía aún más intrigante.
Pasábamos las tardes jugando cerca, desafiándonos a cruzarlo, aunque ninguno se atrevía. La madera crujía bajo los pies, y el rumor del río abajo nos helaba la sangre. “Dicen que si lo cruzas, ya no eres un niño”, decía Jaime, el mayor, con solemnidad. Las palabras sonaban emocionantes, pero también aterradoras.
Ese verano, algo empezó a cambiar. Los juegos ya no eran tan divertidos, y las bromas de siempre parecían tontas. Una tarde nublada, mientras los demás discutían quién cruzaría primero, decidí hacerlo. No por valentía, sino por esa extraña sensación de que debía saber qué había al otro lado.
El primer paso fue fácil. El segundo, también. Pero al llegar a la mitad, sentí un nudo en el estómago. El viento soplaba fuerte, y el río rugía como nunca antes. Cerré los ojos y avancé.
Cuando abrí los ojos al otro lado, el aire era diferente, más pesado. Vi a los adultos sentados en silencio. Mi padre estaba allí, con la mirada perdida y una botella a sus pies. Mi madre hablaba con otros, su voz cansada, apagada. Decían palabras que no entendía del todo: “hipoteca”, “despido”, “crisis”. Sus rostros eran como sombras.
Quise volver corriendo, pero mis pies estaban clavados al suelo. Entendí, de golpe, que el mundo de los adultos no era un lugar luminoso. Era un lugar lleno de preocupaciones y miedos.
Cuando regresé al lado de mis amigos, no dije nada. Me senté junto al puente, mirando el río. Ellos me miraron con curiosidad, esperando que les contara algo emocionante, pero no pude. Algo dentro de mí había cambiado.
Desde entonces, dejé de apostar quién cruzaría el puente. Sabía que, tarde o temprano, todos lo haríamos, aunque ninguno estaba preparado para lo que encontraríamos al otro lado.
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