El último verano de los azahares

El último verano de los azahares

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Era el verano en que el olor a azahares dejó de
ser un simple perfume y se convirtió en memoria. Clara, con sus once años
recién cumplidos, aún corría descalza por el jardín de su abuela, donde las
naranjas verdes prometían una dulzura que ella nunca llegaría a probar del
todo. Su mundo, hasta entonces, había sido de risas y juegos sin fin. Pero
aquel verano, algo cambió.

Todo comenzó con la llegada de su primo Daniel,
que ya tenía catorce. Había crecido tanto desde la última vez que lo vio, Clara
casi no lo reconoció. Su voz era más grave, sus ojos parecían siempre ocupados
en algún pensamiento lejano, y en su bolsillo llevaba un paquete de cigarrillos
que escondía como si fuera un tesoro prohibido.

Una tarde, mientras el sol teñía el cielo de un
naranja intenso, Daniel la invitó a subir al tejado del cobertizo. Desde allí,
el pueblo parecía pequeño, como si pudieran abarcarlo con las manos. Él
encendió un cigarrillo, y Clara, con la curiosidad de quien aún no sabe de riesgos,
lo observó fascinada.

—Cuando seas mayor, entenderás muchas cosas —dijo
Daniel, exhalando una nube de humo que se mezcló con el aroma de los azahares.

Clara no respondió. Solo miró al horizonte, donde
los campos de naranjos se extendían hasta perderse de vista. Esa noche, su
abuela le habló de cómo las flores del azahar siempre caen antes de que el
fruto madure. «Es la forma en que los naranjos crecen», dijo. Clara
no entendió del todo, pero algo en sus palabras le dejó un nudo en el pecho.

Los días siguientes, Clara notó cómo los juegos
de la infancia se desdibujaban. Las conversaciones de los adultos, que antes
eran un murmullo lejano, ahora parecían tener un peso diferente. Hablaban de
cosas serias: dinero, enfermedades, planes que nunca incluían a los niños.

El verano terminó con una tormenta que arrancó
las últimas flores del jardín. Cuando Clara volvió al colegio, algo en ella
había cambiado. Los juegos seguían allí, pero ya no le interesaban tanto. Cada
vez que cerraba los ojos, recordaba el tejado, el humo y el olor a azahares.
Había crecido, aunque no sabía exactamente cómo ni cuándo.

Y así, Clara entendió que crecer no era algo que
sucediera de golpe, sino como las flores del azahar: cayendo poco a poco, hasta
dejar espacio para el fruto.

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