En el patio trasero había un árbol seco. Nadie sabía qué tipo de árbol era, pero tenía ramas como dedos huesudos que arañaban el cielo. Mi hermano y yo solíamos jugar allí, enterrando pequeños tesoros en una caja de galletas oxidada. Era nuestro refugio, nuestro reino.
—Prométeme que nunca abrirás la caja sin mí —me dijo una vez, con esa seriedad que a los nueve años parece indestructible. Yo asentí solemnemente.
Los años pasaron, y los juegos en el patio se fueron apagando como las tardes de verano. Mi hermano creció antes que yo. Su risa, antes explosiva y libre, se volvió breve y seca, y sus tardes ya no eran para tesoros, sino para partidos de fútbol y salidas con sus amigos.
Un día lo vi cruzar el patio con una maleta en la mano. No me dijo adónde iba; solo me revolvió el cabello y me dejó un silencio que pesaba más que su ausencia.
Esa noche, el viento golpeaba las ramas del árbol contra la ventana, y yo no podía dormir. Recordé la caja, olvidada bajo el suelo seco. La curiosidad me venció, y a la luz de una linterna, desenterré el viejo tesoro.
Dentro encontré una piedra blanca, una canica azul y un papel doblado en cuatro. Era una hoja arrancada de un cuaderno, con una frase escrita con letras desiguales: «Cuando abras esta caja, yo ya no seré un niño.»
El aire me pareció más frío, y el árbol más alto y más oscuro. Cerré la caja y la volví a enterrar, pero algo en mí había cambiado. Ya no podía mirar ese rincón del patio sin sentir que algo se había perdido para siempre.
A la mañana siguiente, mi madre me llamó desde la cocina.
—¿Qué haces todavía en pijama? Hay mucho que hacer.
—Nada, ya voy —respondí. Pero mientras me ponía la ropa, sentí que algo dentro de mí, como la caja enterrada, había quedado cerrado para siempre.
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