Oscura melancolía

Oscura melancolía

Ana Koreta

09/01/2025

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La abuela siempre nos decía que el manto nocturno arropa a las niñas que se van pronto a la cama, y que a las niñas que no se acuestan temprano la noche las castiga con dormir con los ojos abiertos. Como los conejos.

Pero como era verano y las horas eran largas, después de cenar nos escapábamos a las cabañas que rodeaban el valle. Nosotras éramos rebeldes y queríamos ser salvajes. Queríamos ser como el vaquerillo que cuidaba en el monte de sus vacas#bocadillo. Una poesía que la abuela nos leía y que nosotras sabíamos de memoria.

Desde arriba, podíamos ver los caballos que estaban en el otro lado del valle. Jugábamos a imaginar que éramos indios galopando en la pradera. Discutíamos entre ser apaches, sioux o cheyenes. Conocíamos, por los cromos o por las películas, cómo eran las pinturas de sus caras y, sobre todo, sus tocados de plumas. Nos entretenía adivinar los pájaros que un día habían habitado en ellas. Cuando nos cansábamos de ser indios mirábamos las estrellas. Y las estrellas nos miraban. Las contábamos hasta que los números nos mareaban.

Después, en el silencio de la noche oíamos a la abuela gritar nuestros nombres. La veíamos salir al porche con una linterna y hacer batidas con la luz para buscarnos entre la hierba. Nosotras nos escondíamos. Nos divertía la preocupación de la abuela. Poco después, alguna de nosotras se quedaba pensativa y sentía que la melancolía era más poderosa que la rebeldía. Comprendía que era triste ver a la abuela entre las luces del pueblo y aquella infinita soledad, e intentaba convencer a las demás de que la oscuridad nos mostraría su cara más feroz y que pronto empezaría el concierto de ruidos carnívoros que tanto nos asustaba. Entonces decidíamos, por unanimidad, que esa noche tampoco dormiríamos en el monte.

Nunca sabíamos si era la oscuridad o la melancolía la que nos hacía regresar. Lo único que sabíamos era que con ninguna de las dos se podía dialogar.

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