Salma y Violeta eran como la uña y la mugre, normal entre hermanas, aun cuando fueran dos polos opuestos.
Salma parecía un punto plano y descolorido, que en confianza explotaba igual que el confeti en miles de colores. El problema es que rara vez se sentía en confianza. Por eso envidiaba la vivacidad de su hermana menor, que con sus cachetitos parecidos a globos rosados a medio inflar, encantaban a medio mundo. Violeta nunca dudaba en decir lo que pensaba a todo pulmón, y si la callaban sus padres, no le importaba. En cambio, la pobre Salma, a la primera reprimenda se apachurraba. La mínima amenaza de un: «ya verás como te sigas portando mal», era una sentencia que fijaba sus asentaderas al banquillo.
Les sobraba imaginación a la hora de jugar y, como todas las hermanas, peleaban de vez en cuando. Un día se pelearon las muñecas. Se suponía que cada quien tenía una, pero a Violeta eso le daba igual. Siendo la más pequeña y consentida, aprendió a salirse con la suya. Lo que no sabía es que, a Salma, de paciencia ya no le sobraba nada. Terminaron de las greñas y Salma al ser más grande, mandó a volar a Violeta, que se dio un fuerte sopapo en la cabeza. Sus padres no tardaron en aparecer a tropeles alarmados por los berridos. La madre, agotada de las riñas, aceptó por fin la insistente invitación de su prima y mandó a la encantadora Violeta de vacaciones con los tíos. Solo a una de las dos, pues no planeaba poner en jaque sus nervios, a riesgo de recibir un día una llamada donde le dijeran que las niñas se habían mal matado.
Cuando Violeta regresó, no se dignó a dirigirle la palabra a Salma. Tampoco quiso jugar con ella.
Pasaron tres días más cuando por fin, después de tanto insistirle la hermana, accedió a jugar a la casita.
-Yo seré el tío y tú la sobrina -propuso Violeta.
Primero hicieron la comidita, luego comieron y al final tocaba la siesta. A Salma la iba a arropar el tío, así que cerró sus ojos y fingió dormir, hasta que su hermana comenzó a acariciarle el ombligo. Entonces, Salma abrió los ojos. Ya no quiso jugar más.
Las hermanas nunca volvieron a jugar a la casita. A Violeta sus cachetes se le terminaron por desinflar, perdiendo su vivacidad y color.
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