De Madrid a las olas

Sofía creció en Madrid, rodeada de asfalto, semáforos y el bullicio interminable de una ciudad que nunca descansa. Pasaba las tardes correteando por el Retiro o viendo atardeceres desde la azotea de su edificio, soñando con lugares que solo conocía por fotos. Nunca pensó que un día su vida daría un giro tan radical.

Todo empezó cuando su padre, investigador marino, anunció que se mudaban a las Islas Galápagos por su trabajo. La idea le parecía absurda: dejarlo todo para ir a un lugar donde ni siquiera habría centros comerciales ni el WiFi funcionaría bien. Pero las maletas se hicieron igual, y en pocas semanas aterrizó en un lugar donde el horizonte era un eterno azul y el aire olía a sal y aventura.

Al principio, todo fue raro. En lugar del sonido de los coches, se escuchaba el viento y el romper de las olas. Un día, mientras paseaba cerca de la playa, vio a un grupo de chicos deslizándose sobre el agua como si volaran. «Ven, inténtalo», le dijeron, al verla observándolos de lejos. Fue así como Sofía tocó por primera vez una tabla de surf.

Los primeros días fueron un desastre: caídas torpes, agua salada en la cara y rodillas llenas de raspones. Pero algo dentro de ella insistió en volver una y otra vez. Había algo en el movimiento del mar que la hacía sentir viva, como si, por primera vez, formara parte de algo más grande.

Con el tiempo, sus días comenzaron a girar en torno a las olas. Las horas pasaban sin que se diera cuenta, intentando mejorar su equilibrio, retándose a coger olas cada vez más grandes. Madrid empezó a desdibujarse en su memoria; ya no añoraba el metro ni las luces de la Gran Vía.

En el agua, Sofía encontró su lugar. Descubrió que crecer no era dejar de ser niña, sino aprender a moverse con el mundo, como hacía con las olas: fluir, adaptarse, caer y levantarse.

Ahora, cada tarde, sentada en su tabla mientras el sol se esconde tras el horizonte, sabe que no cambiaría nada. El mar la enseñó a ser fuerte, pero sobre todo, a ser libre.