Ildefonso no está sobrando

Ildefonso no está sobrando

Nelson Pandzic

07/01/2025

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A Ildefonso siempre lo miraron mal. Nunca supe por qué. Tampoco supe en qué momento exacto del verano pasado llegó.

Su lugar predilecto: la galería de casa. Un espacio amplio, cerrado por un portón de hierro que permite la vista hacia la calle. En esa misma galería fue que lo vi por primera vez. Al principio no le presté atención, porque era común que en las noches calurosas aparecieran cientos de insectos hipnotizados por la luz y con ellos sus depredadores.

La cosa comenzó a ponerse interesante cuando lo vio mi esposa. Se llevó un susto de aquellos y a los gritos me pidió auxilio.

Traté de contener la sonrisa y fui a socorrerla. 

Lo acorralé contra una columna y lo agarré del lomo sin apretarlo demasiado. Con sus cuatro patas colgando, se mantuvo quieto mientras lo liberaba bajo uno de los fresnos al frente de casa. Como primera sorpresa, medía y pesaba más de lo que hubiera creído.

— ¡Otra vez esa porquería! … ¡ahora se metió en el agua de las perras! —vociferó mi mujer a la mañana temprano.

No podía dejar de cumplir mi rol de protector del hogar, así que fui de inmediato y lo saqué del bebedero. Su cuerpo verdoso y negro lleno de verrugas no me impresionó, tampoco el palpitar de su abdomen prominente; pero sus ojos amarillentos coronando como gemas su boca inexpresiva y casi más ancha que su propia cara, me miraron como diciendo: «¿qué estás pensando hacer?» Hasta me pareció que entrecerraba los párpados en señal de disgusto.

Desconcertado, caminé hasta el patio trasero y lo arrojé por sobre el muro hacia el terreno abandonado.

A la noche lo volví a encontrar; era imposible que trepara dos metros o diera toda la vuelta a la manzana para volver, pero la mirada inquisidora era la misma. Durante días lo mandé a volar sobre el muro y a la mañana… otra vez él. 

Finalmente me ganó; logró su propio bebedero y consiguió nombre, pese a todos los reclamos de la familia y a los sustos de cualquier visita.

Las miradas entre él y yo tenían un no sé qué; era como si nos entendiéramos sin hablar. 

En casa, los demás empezaron a mirarme raro. 

Todos los días escuchaba: «¡Lleválo por ahí!»… «¡Me da miedo!»… «¡Molesta a las perras!»

Excusas y más excusas. Ildefonso no podría irse; por algo llegó y volvió siempre. No me iban a convencer.

Por suerte, la noche que volvimos de un paseo y lo vimos persiguiendo una cría de yarará con intenciones de meterse por debajo de la puerta, me entendieron.

— ¡Ildefonso no está sobrando! ¡Alguien nos tiene que cuidar! —grité para todo el barrio.

Mi familia quedó muda.

Él, después de tragarse la viborita, me miró satisfecho del deber cumplido.

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