Todo el mundo conoce la historia del salto a la fama del inventor Haruto Matsuda.
Se crió en Shirakawa-go, un pueblo rural incrustado en los Alpes japoneses. En el colegio no destacó, y sus padres tampoco detectaron nada reseñable: un chico normal, callado, con una curiosidad inusual por la naturaleza y sus criaturas.
Su juventud la pasó aislado del mundo, en la casa del monte que le habían dejado sus abuelos. Ahí nacieron sus invenciones. Las lentes para ciegos, el vehículo autosuficiente, la llama permanente… La lista es larga y bien conocida.
La fama del inventor explotó. Pero sus apariciones en público eran infrecuentes. Las pocas veces que hablaba era solo con breves palabras de agradecimiento.
Y siempre llevaba su bolso.
Un diminuto objeto, en forma de cúpula y cubierto por un tradicional manto japonés azul, que colgaba de su hombro por una correa marrón. Allá donde iba el inventor, iba el bolso. En las entregas de premios, cuando se anunciaba su nombre, lo alzaba al cielo, como si los aplausos debieran dirigirse al bolso, o a sus contenidos, en lugar de a él. El público se obsesionó, y un velo de misterio envolvió al objeto, haciéndose más notorio, incluso, que el propio inventor.
Hasta que este desapareció. Durante varios años, no se supo nada de él. Y cuando por fin volvió a la escena, no parecía el mismo. Se le notaba envejecido, y ya no llevaba su pequeño bolso azul, que tan jovial y distintivo aire le había dotado.
Continuó recibiendo premios, aunque del tipo que se ofrecen en agradecimiento de una carrera ejemplar en lugar de en celebración de nuevas contribuciones. No volvió a publicar una invención.
A su muerte, con tan solo sesenta años, su casa pasó a manos del gobierno japonés, que decidió transformarla en un museo. Años después, cuando se excavó en los terrenos vecindarios para la construcción, se encontró, hundido tres metros bajo tierra, el pequeño bolso perdido.
Y lo que se descubrió dentro fascinó al mundo.
Un laberinto semiesférico, estratificado en diez capas de paneles metálicos, cada uno de ellos poblado por minúsculos botones, palancas y pantallas. Y en el centro, un único asiento negro y un volante. Para el piloto.
El descubrimiento propició una investigación de la casa, que no tardó en compartir sus secretos. Un compartimento oculto en el dormitorio reveló una cama en miniatura, con almohada, sábanas y manta. Lo que previamente se había desestimado como artilugios varios del inventor, se recategorizó como cubertería diminuta. Un volumen excesivo de toallas de mano. Pequeñas plataformas desperdigadas por la casa. Aún hoy se siguen descubriendo nuevas pistas, nuevos secretos.
Rastros de toda una vida compartida.
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