UNA FÓRMULA «ANTIAGE»

UNA FÓRMULA «ANTIAGE»

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Jamás hubiese renunciado al culto de mis mayores, de no ser por aquel imprevisto brote de  arrugas. También mi cabellera, hasta ese momento de un castaño dorado envidiable, encaneció repentinamente. Y mientras mi piel perdía firmeza, las prominencias de mi cuerpo sufrieron un notable descenso

Debo decir, para mi descargo, que busqué remedio en costosos productos de cosmetología, ricos en liposomas y dermatológicamente testeados. Cremas que prometían un efecto tensor inmediato, visible desde su primera aplicación. Máscaras y emulsiones faciales con extracto de orquídeas, sales minerales naturales, proteínas y aminoácidos que, además de tonificar y regenerar los tejidos, brindaban elasticidad y una sensación instantánea de bienestar.

Cambié mi “look” vistiéndome en las mejores boutiques y dándole a mi pelo un atrevido tono rojizo.

Pero ni potingues de máxima eficacia, ni ostentosos modelos parisinos, ni las marcas de tintura más prestigiosas, solucionaron mi problema. Tampoco mi “personal trainer” pudo hacerme recuperar la lozanía perdida.

Descarté de plano la cirugía. Había demasiadas partes para estirar y levantar. Además de los riesgos quirúrgicos, era algo inalcanzable para mi presupuesto, cada vez más menguado.

Entonces pensé que lo más efectivo era hacer un tratamiento incorporando a mi organismo algún complejo vitamínico rico en minerales. Recurrí a un clínico. Le conté de mis síntomas y del temor a tener una enfermedad ocasionada por algún virus de procedencia desconocida. Sin decir nada, examinó cada milímetro de mi cuerpo. Me tomó la presión, la temperatura y controló altura y peso. Luego, fijó su atención en la ficha donde, además de mi nombre, figuraban algunos números, al parecer de suma importancia para cualquier profesional de la salud. Su diagnóstico barrió de cuajo toda esperanza de abordajes alopáticos.

–¿Y qué pretende, señora, con su edad…? –me dijo sin preámbulos.

Luego de semejante respuesta, comprendí que tampoco la medicina estaba preparada para ayudar a mujeres que, como yo, habíamos pasado largamente la barrera de los cuarenta.

Fue una amiga, de esas que siempre están dispuestas a dar una mano en los momentos más difíciles, quien me proporcionó la solución salvadora. “Deberías abandonar la religión de tus ancestros y unirte a otro credo en donde la vestimenta femenina disimule tu excesiva acumulación de décadas”.

Dejé de lado cualquier atisbo de culpa y, sin cuestionarme que diría mi abuela al respecto, seguí su consejo.

Ya no uso escotes ni transparencias. Musculosas, minifaldas, las diminutas bikinis y aquellos jeans, tres talles más chicos, han sido reemplazados por velos y túnicas que ocultan completamente mi cabeza y todo mi cuerpo. Una rejilla de tela me permite ver, sin que nadie descubra las bolsas y patas de gallo que circundan mis ojos. Con este aspecto, entre enigmático y sugerente, otorgado por mi nueva religión, camino más tranquila por la vida.

Ahora soy musulmana.

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© Ma. de la Fe

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