El mundo era oscuro. Las calles, como alfombras de adoquines, se extendían en silencio. Los edificios parecían a punto de desplomarse. Gregorio estaba encerrado en una oficina sin puertas. Las paredes, teñidas de un grisáceo mortecino, parecían absorber la escasa luz que se filtraba desde ninguna parte.
Tras el mostrador, un hombre pequeño, con lentes gruesos de miope, hojeaba una interminable pila de documentos. No levantó la mirada ni una sola vez para observarlo.
—Nombre completo —murmuró el funcionario con una voz monótona, mientras buscaba con desgano un formulario entre los legajos.
—Gregorio Samsa.
El hombre respondió con aspereza, sin dejar de escarbar entre los papeles.
—Fecha de nacimiento.
Gregorio se detuvo desconcertado al oír la pregunta, sintiendo un vacío hueco en su pecho y una incomodidad punzante al no recordarla.
—No lo recuerdo.
El funcionario se detuvo un instante, solo para ajustar sus lentes con lentitud deliberada, pero sin apartar la vista de los documentos.
—¿Cuál es el motivo de la solicitud?
—Registrar mi existencia. Me han dicho que es obligatorio.
El hombre alzó una ceja. El gesto parecía burlón, aunque sus ojos seguían fijos en los papeles.
—¿Y está seguro de que existe?
—¿Qué?
—Que si está seguro de que existe.
La pregunta le angustió. Gregorio balbuceó algo incoherente e ininteligible. El funcionario apartó los documentos con un movimiento enérgico y volvió a hablar:
—Muchos vienen aquí creyendo que existen, pero no tienen la documentación adecuada. Sin ella, usted es… bueno, un espectro administrativo.
Gregorio sintió que los contornos de su cuerpo comenzaban a desvanecerse.
—Debe haber un error —imploró, con voz suplicante, cargada de desesperación—. ¡Estoy aquí, hablando con usted!
—Eso no prueba nada.
Sacó un sello de caucho enorme, lo alzó con solemnidad, como si pronunciara una sentencia inapelable, y lo estampó con violencia sobre un documento que Gregorio no había visto antes.
—¡Solicitud denegada!
—¿Qué significa eso? —preguntó Gregorio, preso de una turbación que lo estrangulaba.
El funcionario señaló hacia una fila interminable. Figuras difusas y tambaleantes avanzaban lentamente, como sombras que flotaban al ras del suelo.
Gregorio miró hacia la fila y luego a sí mismo, envuelto en penumbra, viendo como cada parte de su ser se disolvía. Sin más opciones, caminó hacia aquella interminable hilera, su única opción. No sabía qué otra cosa hacer, solo que debía intentarlo de nuevo.
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