Champiñones

Me asomo. A la terraza de un piso doce. Permanezco sentado, con mi cuerpo de niño. Me agarro a los barrotes fríos.

Observo, y veo la acera llena de champiñones de colores, que giran y se mueven. Se juntan y se separan, se chocan y se sacuden. Un goterón cae por mi cara. Toco la tierra del macetero. Oigo voces allá abajo, voces de gente en la puerta del mercado, niños chillando en la guardería, mi madre hablando en la cabina de teléfono. Suena algún claxon. De repente, los champiñones de colores, se apelotonan en unas rayas blancas. Los hay de todos los tamaños, lisos y estampados.

Un autobús se para y absorbe muchos champiñones que se ponen en fila de a uno y van siendo engullidos, se cierran antes de ser tragados. En ese momento se ilumina el cielo. A los pocos segundos, suena un ruido tremendo, como cuando corre el mueble papá, pero multiplicado por diez.

Veo hormiguitas que corren, debajo del techo de la tienda de cortinas se amontonan muchas. La puerta de casa se abre, es mi madre, que viene empapada, y cargada con cuatro bolsas. Me pregunta:

—¿Qué quieres que te haga de comer Davicito?

—Champiñones, mamá, quiero champiñones.

El cocido

Se oye un ruido fuerte en la cocina. Al cabo de unos segundos, se oye una explosión.

­—¡Ayyy, me quema la cara! —Mi madre abre la puerta de casa y sale gritando al descansillo.

Yo, me levanto y me quedo parado en la puerta de la cocina mirando…veo todo el cocido pegado en el techo, que se ha llenado de garbanzos, chorizo, fideos, tocino… La cocina es una cueva repleta de estalactitas. La tapa rota de la olla, todavía está girando sobre sí misma. El olor a cocido es intenso, se me abre el apetito.

Van a buscar a mi padre al bar. Mi padre, que no sabe que tenemos cocina.

Mi padre

Para mi padre, sólo existía el fútbol. Aprendí a nadar el verano de 1982, porque le dijo a mi madre que nos apuntara a clases de natación todas las tardes. Así él podría ver el Mundial tranquilo, con un cubalibre.

Me han dado la paga, un billete de cien pesetas. Me asomo a la terraza, estiro mi brazo, y se me escapa el billete de la mano. Con desesperación veo como se desliza en el aire, un vaivén endiablado lo lleva hacia la calle.

Mi madre baja a la calle a preguntar a los niños que hay por allí si han visto un billete de cien pesetas. Mi padre, que está tumbado en el sofá viendo el futbol, sonríe, —sí, sí, a ti te lo van a decir —la dice antes de que baje.

Mis lágrimas caen en el macetero, cuando veo que empieza a subir un champiñón flotando en el aire, sigue subiendo, pasa delante de mí cara, hay una cuerda colgando del champiñón y en la punta de la cuerda está atado

Mi billete de cien pesetas.

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