Después habría tiempo de pensar, de absolverse o no, de intentar justificarse a trazos gruesos. De decir, por ejemplo, la pleamar no obedeció a la luna o la arteria no siguió el ritmo de su bomba, cosas así. Pero ahora debía cruzar a pie aquello (¿cómo llamarle, desierto?) Ahora era moverse o morir.
Atrás había quedado el coche, inútil. Atrás, inexorable, la nube, que avanzaba, devorando piedras, pinos, perros, hombres. Después recordaría el desconcierto, la inmediata certeza de un peligro, el ahogo en el pecho, el impulso de escapar. Ahora debía trepar la loma, bajarla luego a los tumbos, ascender la próxima para, de nuevo, descender. Adelante era la vida (vida en el urgente, estricto sentido de vivir) Después se preguntaría cómo en un instante lo real puede transfigurarse y lo irreal ser cierto; cómo lo que él llamaba el orden verdadero de las cosas se disolvía en algo tan impalpable como una nube; cómo, en un clic, puede el mundo volverse incomprensible. Después entendería las señales: un cielo vacío de pájaros, la quietud de los helechos, el silencio inaudito y un sentido animal, primitivo, que tomaba el comando de su cuerpo. Ahora era moverse para vivir.
Ya el aire le faltaba. Pero las piernas, los brazos, dolerían después; ahora, insensibles, autónomos, lo conducían. A él, a Riemann, el físico más reputado de la Planta, reducido en un instante a lo precario, lo inútil, lo prescindente.
Corre, no puede más y corre, atraviesa el antiguo cementerio. Yacen bajo los túmulos los cuerpos. ¡Recuérdennos! Recuérdennos con indulgencia, gritan los muertos. No saben que vendrá una nube ciega y ni a sus huesos les dará más tiempo. Recuérdanos, concédenos, Riemann, la última existencia: tu recuerdo. Él los oye. Los oía. Ahora, atrás, silencio. Pasó la nube, disolvió los cuerpos, ya ni el polvo ni los huesos.
Jadea, las piernas lo abandonan, tropieza y cae, se arrastra, arañan los diez dedos la última cerca, el alambre que separa lo moderno de lo antiguo, la ignorancia, de la ciencia, el error, del cálculo correcto. Pero ese límite también será borrado. ¡No vuelvas, Riemann, tu cabeza! Por hacerlo, la mujer de Lot se convirtió en estatua de sal y Eurídice desapareció ante Orfeo ¡No te vuelvas, adelante serás salvo, la negrura ya te pisa los talones! Con el último resuello, Riemann cierra los ojos (¿y si, ciego, la nube no existiera?) ¿Qué, entonces esto es todo? ¿Acabar disuelto así, en el humo y no tener siquiera la digna estolidez que tiene un muerto? ¿Cómo puede lo imposible en un segundo ser verdadero? Las preguntas vendrían después, mucho después quizás. O nunca. Eso, para él, ahora, era un misterio.
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