¡Fantástico!

Ya, desde la cadena de montaje, se percibía cierta cualidad extraordinaria en su esqueleto de titanio crudo con tuercas. 

Él y ella, obrera muy cualificada, sellaron su amor sobre el capó de aquel utilitario con ínfulas de fórmula I. Dejaron el olor salvaje de hembra y macho que haría tan fácil la venta del cuatro ruedas en el concesionario.

Pero el azar se lo llevó: unos aluniceros arrancaron la joya y la pusieron camino de un desguace. Allí, el monipodio del lugar tuvo compasión de su estructura y lo vendió a una banda de muchachos de barrio lumpen.

«Este trasto no piensa, pero habla», comentaba el jefecillo que frisaba los 15 años pero que aparentaba más de 30.

Trompos, ruedas quemadas a toda máquina en rotondas de  polígono industrial, alcohol, olor a porro, meadas en los tapacubos y un permanente lenguaje obsceno taladraban la conciencia y la estructura vital del vehículo fabricado para altos menesteres, según rezaba la videocampaña televisiva: «DI, el Divino Impaciente», así era nombrado en los medios y redes sociales. 

Pues bien, nuestro DI tomó las de Villadiego un buen día. Para ser exactos una lóbrega noche.

Suelto el freno de mano se deslizó carretera abajo y anduvo errante no se sabe cuánto…

Localizado por la Policía de Tráfico, fue hacinado en una nave junto a otros reos de infracciones variadas.

Largas horas, días aburridos, tiempo de soledad…

DI no perdía ni un solo detalle de lo que allí ocurría. Percibía a través de sus baterías de información toda serie de manejos que en ese lugar se producían. Trileros, agentes venales, ricoshombres con gruesa billetera, algún camello de vez en cuando y niñas de papá con novio progre fueron pasando ante sus faros halógenos y sus conversaciones quedaron grabadas en su inmensa memoria de inteligencia artificial. 

Un buen día el juez  fue a cotejar unas placas falsas de la última adquisición que entrara en la gran nave. Se apoyó en el capó activando, por casualidad, el kit de voz…

El chorreo de información que allí se derramó dejó atónito al magistrado, quien instruyó autos de todo ello y se ocupó de lo descubierto.

En premio, DI fue ascendido a miembro honorario de la fiscalía. Se le rebautizó con el nombre de «Elliot, el Intocable» y, blindado convenientemente, trabajó hasta avanzada edad siendo su labor reconocida por toda la comunidad humana y el parque móvil del lugar.

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