Quería volar, irme a otro lugar, pero carecía de fuerza ninguna. Esta última sesión me había dejado más exhausta de lo habitual y ya difícilmente podía rebelarme. Dos días más y podrás hacer lo que quieras, me prometí. Me tumbé bocarriba poniendo las dos manos en la tripa y repitiendo como un mantra, “estás bien”, “estás bien”.
El todoterreno rojo dio el intermitente. Ya era jueves. Me habían recomendado esta aplicación, no sé yo que viajar con desconocidos funcione… pero era imposible que yo cogiera mi coche. Esperaba desde hacía diez minutos sentada al lado de la fuente y del corral del tío Nicolás preguntándome si no me habría equivocado. Se abrió la portezuela y tras un seco frenazo, una chiquilla de apenas veinticinco años bajó alegremente del coche. Con un alegre hola y saludo con la mano, abrió el maletero y como si leyera que no iba sobrada de energías, colocó la pequeña amarilla maleta en fila con las otras dos. Ya está, me dijo. Y me señaló la puerta trasera del coche.
Uno podría pensar en que la vida llegando a un cierto punto no te puede dar sorpresas. ¡Qué equivocados podemos llegar a estar!. Marta, que así se llamaba la conductora, inició una amena conversación de los motivos de su viaje a Cantabria. Estaba enamorada, muy enamorada, diría yo, y se había cogido dos días para finiquitar los últimos preparativos. De pronto la cabeza de Miguel, que así se llamaba su copiloto, un pelirrojo con una maletita de muestras de maderas para muebles artesanos, y la mía, recorrieron uno a uno los románticos planes… de prueba de menú, supervisión de la casa rural donde se alojaría la familia de la novia, es decir, la de la otra chica, y lo dijo con un tono tan de confidencia que no pude por menos que estar agradecida de que una desconocida nos hiciera partícipes de sus proyectos más íntimos y románticos. El coche paró. Ya estábamos en Burgos. Un Miguel cariacontecido se despidió de las dos. Habíamos tenido tiempo para media boda nada más …quizás volvamos a coincidir, nos dijo con una franca sonrisa, ojalá le dije yo y ¡claro!, repuso Marta. Dos horas después llegamos a Cóbreces. Y esta vez un abrazo fue la despedida y ese deseo de que volvamos a coincidir. Seguro, dije yo, deseando hacer otro viaje como aquél con un Miguel y una Marta.
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