Sucedió en un coche, en dos viajes. Ida y vuelta. En total no fueron más de 10 horas, pero resultaron suficientes. En ese tiempo y ese espacio, tan particulares, pasó. Ahora, cuando lo recuerdo años más tarde, todavía me sorprendo de que pudiera suceder.
El primero de los trayectos era tu primer viaje compartiendo coche. Ese estreno lo hacías como conductor. El mío ni me acuerdo. Sí sé que llegué tarde. Como bien aprendiste después, la puntualidad no es una de mis virtudes. En el coche iban dos desconocidos más. Viajamos por la tarde. Era viernes, un viernes de julio en el que todos nos escapábamos al norte.
En el momento en el que arrancamos comenzó nuestra conversación. En escasas cinco horas nos fuimos descubriendo. Mientras íbamos haciendo camino y la luz de la tarde iba tornándose cada vez más naranja y cálida, fuimos conociendo pequeños recovecos de nosotros. Empezamos por lo básico: edad, procedencia, trabajo, aficiones. De ahí fuimos profundizando. Descubrí que la relación que tenías con tu hermano era bastante especial (como la mía), que para ti la justicia y la familia eran valores importantes, que cuidabas bien de tus amigos, que te gustaban los perros, adorabas comer y también el vino. Aunque había hecho otros viajes que habían ido bien, en este recuerdo sentirme especialmente cómoda, como si estuviera en casa. Fue una sensación extraña e irracional, pero muy real.
La travesía acabó. Llegada al destino. Nos despedimos hasta el domingo, que volveríamos a vernos para hacer el trayecto contrario.
La mañana de aquel domingo me sorprendí a mí misma teniendo ganas de emprender el viaje, el que iba a ser (y no fue) nuestro último camino juntos. De nuevo, nos hicimos el tiempo muy ameno. Seguimos ahondando en nosotros, en esta ocasión con más confianza, más complicidad. Hubo miradas, risas, silencios cómodos y sonrisas de esas que salen sin que uno se dé cuenta. Llegamos otra vez a destino. Cuando nos despedimos recuerdo quedarme con otra extraña sensación: no iba a ser la última vez que te vería.
No me equivoqué. Al día siguiente recibí un mensaje. Volvió a generarse en mi esa sensación de confianza y seguridad infundada. Sentí miedo, pero decidí arriesgarme. La conversación siguió. Nos vimos. Fue bien, muy bien. Ahí empezamos otro viaje, uno mucho más largo que nos llevaría mucho más lejos. Un viaje que ojalá no hubiera terminado nunca.
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