“El viaje durará dos horas. Llegaremos a las 19:35, antes del anochecer. El sol se pone a
las 19:55. La temperatura allí será de 10 grados. Abríguense. Disponen de agua en la nevera.
Abróchense los cinturones. ¡Buen viaje!”, fueron las palabras con las que nos sorprendió
Reinaldo Fornés cuando subimos al coche. Me senté delante. Desde el asiento trasero, la madre
y su hija, abrazada a una jaula, contuvieron la risa y agradecieron las palabras. La cotorra no dijo
nada. Yo, tampoco. Parecía un avión a punto de despegar. Qué maravilla, pensé, todo previsto.
Reinaldo conectó una suave música y yo me abandoné a un apacible sueño.
De repente, unos gritos me despertaron. “¡No tienes sentido de la orientación!”,
exclamaba la madre. “¡Es a la izquierda!”, gritaba la niña. “¡A la derecha!”, decía la cotorra. “¡La
culpa es del GPS!”, insistía Reinaldo aporreando el aparato, mientras giraba y giraba en un nudo
de la A7 sin conseguir desenredarlo. Reconocí el lugar. Había transcurrido una hora y estábamos
a tan solo 10 kilómetros del punto de partida. Quise comprobar el GPS. Imposible. ¿En qué
endemoniado idioma estaba configurado? Miré el móvil. Sin señal.
—¡Es a la izquierda! —clamaba la chiquilla.
—¡A la derecha!, ¡a la derecha! —repetía la cotorra, excitada por los reflejos del sol en la
jaula.
—¡Para en esa gasolinera! —impuse con vehemencia. Bajé y compré un plano para ejercer
de copiloto. No era fácil llegar al pueblo de la intrincada sierra.
Llevábamos casi tres horas de viaje cuando Reinaldo frenó bruscamente.
—¿Qué ocurre ahora? —pregunté irritado.
—¡Gasolina! —dijo—, no llegamos.
Retroceder 7,5 kilómetros. Llenó el depósito y fue a pagar.
—¡No me van a creer! —escuchamos gritar a Reinaldo rojo de vergüenza e indignación.
—¡Olvidé la tarjeta! Compré agua, el GPS, me informé… Nada podía fallar en mi primer viaje
compartido.
—El azar es imprevisible, Reinaldo —añadí para hacerme cargo, pero al echar mano al
bolsillo me di cuenta de que mi cartera se había quedado en el mostrador cuando pagué el mapa.
—¡O dejan una prenda valiosa o este vehículo no se mueve! —vociferaba el empleado.
Acudí al coche en busca de ayuda. La madre tampoco llevaba dinero. De pronto, unos
destellos luminosos destacaron en la oscuridad interior del vehículo. Sonreí.
—¡Nooo! —chilló la niña.
Era la única opción.
Al fin llegamos: de noche, dos horas después y sin la cotorra.
OPINIONES Y COMENTARIOS