Cuando llegué al punto de encuentro, ya estaba allí el conductor. Después de presentarnos, le tendí mi equipaje y me senté en el asiento de atrás. Enseguida llegó una muchacha envuelta en un abrigo tres tallas más grande, que saludó con un tímido movimiento de cabeza y se acomodó a mi lado con la ligereza del humo de una vela; tras ella, una mujer que arrastraba una pesada maleta nos saludó con un entusiasmo estridente. Nos contó que era su primera vez. Iba a ver a sus hijos, que estudiaban fuera.
—Tú tendrás la edad de mi hija, —dijo dirigiéndose a la muchacha, que al instante bajó la mirada y se limitó a esbozar media sonrisa.
Arrancamos. Dejamos atrás la ciudad y el paisaje se llenó de árboles que corrían en dirección contraria. Después de un rato de conversación, nos dejamos llevar por el silencioso traqueteo del coche. La muchacha apoyó su rostro en la ventanilla: De entre los pliegues de su enorme abrigo salían intermitentes haces de luz que resplandecían bajo el sol como luces estroboscópicas y cambiaban la tonalidad de su piel: azul, verde, rosa. Era un espectáculo.
—¿Estás bien? —le pregunté seguro de que no obtendría respuesta.
El conductor la miraba asombrado a través del retrovisor y la mujer se giró a contemplarla extasiada. Luego, como si nada, hurgó en su bolso y le tendió un táper con galletas de chocolate que había hecho ella misma.
—Toma, —le dijo con tono maternal—, te sentará bien comer algo.
La muchacha cogió una, —sus manos eran estrechas, delicadas, casi transparentes—, y la comió con delectación.
La mujer nos invitó a todos. Ya les haría más a sus hijos, farfulló masticando también ella una de sus exquisitas galletas. Y después nos explicó la receta paso a paso.
El viaje continuó entre canciones de radio y retazos de conversaciones.
—¿Puedes parar? —pidió la muchacha. Era la primera vez que hablaba.
Nos detuvimos al lado de la playa. Ella se bajó y nosotros la seguimos con la mirada hasta que llegó a la orilla. El abrigo cayó sobre la arena como un cuerpo muerto, dejando al descubierto su cuerpo desnudo. Se zambulló y desapareció mar adentro.
—Con razón no traía maleta —murmuró el conductor antes de arrancar de nuevo.
El viaje siguió el recorrido previsto. Después vinieron muchos más. Pero no consigo olvidar su sitio vacío cubierto de escamas.
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