-Pues parece que el tiempo no está malo…
Acabábamos de salir de Atocha y mi madre ya amenazaba con no callar.
-Que, mirad, niños, si llegamos pronto al pueblo, a lo mejor podéis ver la iglesia antes de seguir a Valencia, que es una preciosidad…
-Sí, mamá, tranquila, ya veremos.
Volví a agradecer a mis pasajeros su buena disposición:
-Es un detalle que no os importe desviarnos; mi madre tiene que ir al pueblo, al funeral de una amiga, y como pasamos de camino…
-Nada, nada…
-Está bien, no pasa nada…
El chico y la chica disimulaban desde el asiento de atrás. Mi madre buscó a sus pies y sacó la labor de punto. Se puso a tejer.
-Es una fundita para el volante, ¿sabéis? -suspiró contenta-. Pues sí… A mí me parece muy bien esto del coche compartido… -Se giró de pronto hacia la chica-. ¿Y tienes novio, tú? Es que harías muy buena pareja con mi hijo, que es muy buena persona; y es informático, tiene buen sueldo…
– ¡Mamá!
La chica (preciosa, por cierto), se ruborizó.
-No le hagas caso, perdona, es que es…
-Nada, nada… -dijo ella.
Callamos. La chica miraba por la ventanilla y el chico se entretenía con el móvil. Yo rogaba,
porDiosbenditotelopidoporloquemásquieras, que mi madre se comportase.
– ¿Y un bocadillo no os apetece?
No me lo podía creer:
– ¡Mamá!
Dejó la labor y sacó del bolso paquetitos envueltos en papel de plata.
– Hay uno de longanicilla y el otro, de pisto, como el que hacemos en el pueblo, muy rico. Que este a lo mejor os gusta más porque sois modernos de esos y animales no coméis…
-Pues mire, yo -dijo de repente el chico-. Y se lo agradezco mucho porque el pisto me encanta; mi abuela lo hacía muy bien, era de un pueblo de Albacete.
– ¡No me digas! ¡Un paisano casi, ea! ¿Ves, hijo? -dijo, y me miró bullendo chispitas-. Ya te lo decía yo, que con esto del coche se conoce gente buena.
-Pues yo le voy a aceptar el de longaniza -dijo la chica-. Y no, no tengo novio, ¿sabe?
Sus ojos azules me buscaron en el retrovisor.
Mi madre les dio los bocadillos, volvió a la labor y sonrió.
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