Estaba anocheciendo y las luces traseras rojas de los coches de la carretera se iluminaban delante nuestra y luego se desplazaban a la derecha e iban desapareciendo, dejándonos al conductor y a mí casi los únicos en todo el carril. A mi izquierda veía pasar luces procedentes de ventanas de hoteles, un cartel luminoso de Coca-Cola, señales de tráfico de curvas peligrosas, farolas con una luz tenue que guiaban el camino… Ahora, por mi derecha contemplaba la ciudad toda iluminada, grande y resplandeciente, y a medida que subíamos más altitud se iba encogiendo más y más y daba la sensación de que éramos nosotros los que nos hacíamos grandes. No lograba distinguir qué era cada mota de color, miles de luces se encargaban de mantener la ciudad viva y vibrante, una vistas mágicas que me hicieron sentir un placer enorme de vivir en un lugar así. La verdad me estaba sintiendo aún peor de lo que me imaginaba, los cambios bruscos de sentido y las curvas tan pronunciadas me hacían creer que estaba dentro de un cohete siendo propulsado fuera de la atmósfera. Apoyé la cabeza en el respaldo y mantuve la mirada fija a las luces de la carretera cuando de pronto escucho una voz grave e imponente. Creo que se dirige a mí.
—¿Todo bien ahí detrás?
—Sí, todo bien—Respondo. El timbre de su voz me recuerda al de mi padre. Su imagen sigue grabada en mi memoria después de cinco años desde que falleció y un escalofrío hiela mi cuerpo al escuchar la similitud.
—Esta carretera es muy enrevesada. No se preocupe, ya mismo llegamos a su destino.
—Estupendo, gracias.
No logro distinguir donde nos encontramos. Repentinamente, una oscuridad acecha y toda claridad desaparece en un abrir y cerrar de ojos. Estoy confuso y paralizado, sin embargo, una sensación de paz me tranquiliza los pensamientos y todo el miedo que he tenido desde pequeño a la penumbra noche se disipa.
—Ya hemos llegado a su destino.
—¿Cómo es posible? ¿Por qué está todo oscuro?—Recupero mi voz. Alzo mi brazo y tras varios intentos logro toparme con el hombro del conductor. Al momento, la calidez de una mano se posa sobre la mía y un destello blanco comienza a asomar desde la luna del coche y se agranda por segundos.
—Hijo, he venido a acompañarte. Te he esperado todos estos años. Sujeta mi mano y respira.
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