Las hojas de los chopos se arrastraron por el suelo y rasgaron la piedra hasta encontrar refugio entre las botas de una joven que esperaba a Sergio al lado de la vieja fuente. Romina se frotó las manos para entrar en calor, eran las seis de la tarde y el sol ya se había recogido. Se preguntaba qué le habría traído al conductor hasta aquel páramo soriano. Esa mañana, sus amigos del pueblo habían lanzado teorías absurdas y, aunque no se tomaba en serio los rumores, uno en particular le daba vueltas en la cabeza: ¿Y si era cazador? A ella, que se había pasado el fin de semana abrazando a los burros del último ganadero de Villares, la mera idea de viajar con alguien que disparaba a los animales, se le antojaba horrible.

Un coche gris, algo viejo pero bien cuidado, se detuvo frente a ella. ¿Romina? -preguntó él mientras le abría la puerta. Ella asintió y se acomodó. Olía a cuero viejo y a musgo. Echó una mirada furtiva al asiento trasero y descubrió una funda alargada con forma de escopeta. Sintió cómo se le tensaban los músculos del cuello. -No puede ser-, pensó y tomó una respiración profunda tratando de ahogar su inquietud.

Sergio, ajeno a su desconcierto, rompió el silencio y comenzó a hablarle sobre hongos, levaduras, mohos, setas, trufas, dermatofitos, líquenes y otros tantos términos desconocidos para ella. Romina le escuchaba atentamente con el fin de desviar su atención hacia otro lado que no fuera aquella funda. Al descender el puerto Piqueras, la carretera serpenteante, los árboles en pleno otoño y el cantar del río Iregua la hipnotizaron y las palabras de Sergio comenzaron a sonar como un susurro lejano. Ya no había nada más, ni setas, ni supuestas escopetas, ni pensamientos, solo el murmullo del aire, el agua vibrante y las alfombras crocantes de hojas y piñas.

Sin avisar, Sergio se detuvo en medio de un camino. -Necesito hacer pis-, salió del coche, abrió la puerta trasera y, con un movimiento certero, levantó la funda. Romina miró hacia atrás y levantó aterrada los ojos hacia él. Ya no había aire, ni agua, ni carretera, tampoco hojas crocantes.

-Ah, ¿Esto? -Sergio sonrió al notar su nerviosismo. Movió la funda y agarró una chaqueta verde oscura que había debajo -. Es mi bate de criquet.

-¿Criquet? -dudó ella. Y el otoño la envolvió de nuevo.

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