—¿Y ya habías hecho antes un BlaBlacar, Neus? Tienes los brazos muy rígidos, reláaaaaajate —exclamó Lorena desde el asiento de atrás. Un ligero aroma a hierba acompañó sus palabras.
«Bueno, Lorena, llevo casi cinco horas conduciendo. ¿Te apetece hacer un cambio? Porque te veo muy RELAJADA.»
A Neus no le gusta conducir, ODIA conducir. Puede conducir para ir al supermercado o para recoger a sus sobrinos al cole, pero le dan pánico las cuestas pronunciadas, la entrada a la autopista y aparcar en batería.
Poco pudo replicar cuando, curiosamente, a su abuelo se le quedó grabada la palabrita que su prima lanzó inocentemente la propuesta: «¡Neus! Tienes que hacer un hablacar de esos». Allí a su lado, en el asiento del copiloto, se erguía el señor Jesús Yuste en toda su solemnidad, aferrado a la pequeña urna de metal. Volar nunca fue una opción.
—¡Y si me quitan las cenizas de tu abuela en el cacheo! —había rugido él.
—¿Para qué las iban a querer?
—Quieren guardárselas para su república catalana. ¡Porque harán que los muertos voten!
—Ay, abuelo, de verdad…
Ahora eran dos cosas las que faltaban en aquella familia: la abuela y el dinero.
Debido a esas circunstancias, Neus tuvo que tomar la opción más económica, que por el momento solo le había traído una leve diarrea por exceso de cafeína y el regreso del tic en el ojo de sus tiempos universitarios.
Ildefonso, el pasajero fantasma, solo había abierto tres veces la boca, todas para pedir ir al servicio. Amablemente le cedía el resto de conversación a la alegre Lorena, a quien el estrés de Neus parecía no permearle.
Tres horas para llegar a Villaviciosa, donde las hermanas de la abuela esperaban impacientes sus polvorientos restos para esparcirlos por los campos de manzanos. Visualizar esa escena hacía que le pareciera menos duro seguir conduciendo indefinidamente. Cuando se detuviesen, María Nieves Tuero Moriyón pertenecería a Asturias para siempre.
—¿Sabes, abuelo? —exclamó Neus, colocando la mano derecha sobre la urna—. A la abuela le encantaba que la llevase en coche a la tienda.
—Lo sé —confesó él, esbozando una leve sonrisa—. Al volver, me comentaba los progresos que hacías con el aparcamiento. —Apretó, firme pero con ternura, la mano de ella, abrazando a su vez todavía más el cofre—. Disfruta de la conducción, cariño, la abuela está con nosotros en cada kilómetro.
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