La anciana se acomodó en el asiento del copiloto, colocó su pequeña maleta en el suelo apoyada contra sus piernas y se persignó antes de emprender la marcha. Salíamos temprano, apenas despuntado el día.
Al principio, la anciana se mostró reservada. Contestaba con monosílabos a cada comentario que se me ocurría para romper el hielo: ¿Se encuentra cómoda? Hace buen día, parece que no va a llover. Si necesita que paremos, me lo dice.
Poco a poco, comenzamos a cogernos confianza. Cuando paramos a repostar, ya me había contado que era viuda, de ahí sus ropas de luto. Que tenía cinco hijas, la más chica había muerto, Dios la tenga en su gloria. Que nunca había salido del pueblo y que no quería morirse sin cumplir el deseo de ver por primera vez el mar.
A medida que avanzaba nuestro viaje, la mujer me confesó que su vida no había sido precisamente fácil. Con dos maridos enterrados, se vio obligada a ser el hombre de la casa, tirar ella sola de la hacienda, de su hogar y de sus hijas. Endurecerse a golpes de vida, enfrentarse a las habladurías del pueblo, a las maledicencias que, estaba segura, vertían extramuros contra ella. A medida que los años pasaban, su carácter se fue agriando, volviéndose una mujer controladora, llena de amargura, enredada en su obsesión por evitar que mancillaran el buen nombre de su linaje. Al final, las personas que estuvieron siempre a su lado se fueron alejando hasta quedarse completamente sola.
A media tarde atravesamos las montañas y llegamos a la costa. La anciana miraba embelesada por la ventanilla cómo las olas rompían contra los acantilados. Parecía aliviada, como si durante el viaje se hubiera quitado una pesada carga de encima y se permitió esbozar alguna sonrisa.
Pare, señorita, yo me quedo aquí, dijo de repente. Quería ir a la playa a ver la puesta de sol. Ya llegaría a su destino por su cuenta, me dijo señalando las primeras luces de una villa cercana. La vi descender por un sendero con su maleta marrón hasta que la perdí de vista. En ningún momento me dijo su nombre, pero había algo familiar en ella que aun resuena en mi interior. ¿Y si fuera …? No, no puede ser, pero ¿Y si fuera …?
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