ITendría siete u ocho años el día que mi madre me mandó por primera vez a casa de Encarna. No iba sola: mi hermana dieciocho meses mayor que yo me acompañaba; sobre ella recaían mi custodia y salvaguarda. Llevábamos instrucciones precisas sobre lo que debíamos decir. Mi madre en aquella época era muy estricta cuando daba una orden, posteriormente los años y los distintos accidentes la dulcificaron, relevándonos como centro de atención.
Encarna era menuda de todo, de tamaño, de carnes, de envergadura, pero no de años. Rondaba la sesentena aunque puede que fuera más joven. Las vestiduras y esa sana asimilación de la edad que resta importancia al aspecto la hacían parecer mayor a mis ojos. Llevaba el cabello recogido en un moño algo descuidado en la nuca, despejando la cara y dejando al descubierto un rostro pálido tatuado de sombras bajo los ojos.
La habitación-taller la encontrabas a mano derecha del pequeño recibidor que distribuía la casa. Cientos de telas se repartían de forma desordenada, caótica, sobre cualquier objeto que sirviera de apoyo. Si mirabas al suelo, los trozos de tejido que se descolgaban de sus tijeras formaban una especie de tapiz geométrico similar al dibujo de un azulejo hidráulico.
Nos quedamos en silencio esperando a que Encarna nos invitara a iniciar conversación. Ajena a todo, se concentraba en el trazado rectilíneo hecho con jaboncillo claro sobre tejido oscuro. Terminó la trayectoria con una curva dando forma a la sisa. Cuando recortó el dibujo, dobló la tela sujetándola con un alfiler, a continuación, levantó la mirada dirigiéndola hacia nosotras.
—¿Y bien, que hacen ustedes por aquí?
—Buenos días maestra Encarna, que dice mi madre que si tiene a bien tomarnos como aprendizas en su taller, dice también que no se preocupe por la paga, que ya vamos sobradas con que nos enseñe— recitó mi hermana de memoria y sin titubear.
Nos hizo gestos para que nos aproximáramos. Una vez frente a ella tomó las manos de mi hermana revisándolas cuidadosamente, continuó haciendo lo mismo conmigo.
—Ando escasa de trabajo y ahora mismo no me viene lo que se dice bien, pero…—tras reflexionar un momento añadió— pero si os mostráis diligentes y con dotes puede que os admita. Empezaréis planchando costuras, mañana a la seis y media aquí.
Era noche cuando llamamos a la puerta, al entrar la maestra nos saludó adormilada:
—Buenos días, pasad por aquí— nos ubicó en el hueco de la escalera que se encontraba a la izquierda del recibidor.
—Buenos días maestra Encarna— recitamos a dúo. Se giró y nos miró de nuevo de arriba a abajo contemplándonos indecisa.
—Ayer olvidé preguntaros el nombre, sería bueno saber cómo dirigirme a vosotras.
De nuevo mi hermana habló por las dos.
—Yo me llamo Manuela, Juana mi hermana— no pudo evitar que tras nombrarme un bostezo matutino le descolocara la boca. Encarna sonrió tornando de inmediato el gesto para recalcar la importancia de lo que tenía que decir:
—La plancha es un asunto delicado, si se calienta en exceso puede quemar el tejido y si está muy fría perderéis el tiempo. Otra cuestión importante es mantenerla limpia para que no manche de cenizas el tejido. ¿Está claro?
Sin muchas ganas tomó varios trozos de tela indicándonos con su ejemplo como colocar la prenda para que el planchado fuera efectivo y la costura tomara asiento. Todavía recuerdo el dolor de las quemaduras cuando contemplo las pequeñas cicatrices camufladas entre las manchas, surcando mis manos. Mi hermana intentó limitar por todos los medios mi tiempo con la plancha, pero cuando Encarna asomaba por la puerta, se descomponía en gestos para que la maestra me contemplara desenvuelta en el ejercicio de mi labor. Temía que por mi culpa se deshiciera de nosotras. Así pasamos un año creo, por aquel entonces no era consciente de cómo fluía el tiempo. La tarde que Encarna llamó a mi hermana y le propuso empezar a hilvanar yo asomaba un palmo más sobre la mesa de planchar. Ese día mi hermana pasó a la habitación-taller, auxiliando a la maestra en algunos momentos. Yo era diferente a mi hermana. De naturaleza curiosa, andaba continuamente preguntando, cuestiones relativas a tejidos, labores, de manera que la maestra intuía que sabía más de lo que parecía. Fue por ello que me percaté desde un principio de la estrafalaria maniobra que Encarna realizaba un par de veces al día en la cocina.
La soledad me aburría o puede que fuera la rutina de estar siempre planchando costuras, cuando lo que de verdad deseaba era otra cosa. Debió de notarlo porque al poco se acercó y me dijo. —Planchas bien Juana, mucho mejor que tu hermana, prueba con esta prenda—pasándome un vestido azul de hechura sencilla. El cuello a la caja, sin apenas escote, estaba adornado con dos encajes de bolillos sobrepuestos. No me pareció gran cosa, “unos simples retoques hubieran logrado un efecto más favorecedor”, me dije mientras lo dejaba caer sobre mi cuerpo sobreponiéndolo a mi ropa. En cierta forma ascendí, tras el vestido llegaron pantalones, faldas, chaquetas. Pasé mucho tiempo en aquel rincón claustrofóbico, mi forma de medir el tiempo eran los centímetros que separaban mi cabeza de la mesa de planchar. El volumen de costura aumentó de un día para otro a la par que aumentaban las extrañas visitas de Encarna a la cocina. Ya no era tan cuidadosa como al principio, aunque seguía realizando curiosas maniobras hasta desaparecer y volver a aparecer apenas unos minutos después.
Estaba sobrehilando costuras el día que llamaron a la puerta y una señora muy elegante preguntó por Encarna, la hice pasar. Revisó con la mirada el taller, torció la boca, no pareció agradarle mucho la estancia o puede que nuestro aspecto. Tras un incómodo silencio la maestra habló:
—Buenas señora, ¿puedo ayudarla en algo?, ¿necesita un vestido, enaguas o ropa interior quizás?
—Me manda mi señora, la baronesa de Ocaña, necesita de su ayuda.
Encarna no daba crédito a lo que estaba escuchando, decidió actuar con normalidad.
—La señora baronesa tiene una fiesta en pocos días y la modista que habitualmente trabaja para ella está enferma. En el pueblo todos hablan muy bien de su quehacer y ha decidido darle una oportunidad. Mañana sin falta a eso de las diez la espera en su casa. No llegue tarde.
—Allí estaré, no tenga cuidado.
Volvió a torcer la boca antes de marcharse airadamente, lo que hizo que impregnara la estancia con un perfume que me produjo dolor de cabeza por toda la tarde. Recuerdo el día con nitidez, por ese hecho y porque tras la visita noté una punzada en la zona baja de la barriga que me hizo descomponer el gesto. Mi hermana me miró preocupada mientras yo me movía incómoda en la silla.
—Estoy mojada— le dije —necesito ir al baño, algo me pasa.
—No te preocupes yo te acompaño— y buscó entre los retales un trozo del tamaño de un pañuelo
Manuela me susurró como si me contara un chisme, lo que me estaba pasando, lo que me pasaría de ahora en adelante de forma periódica, sin dar más que los detalles necesarios. Estoy segura que no sabía mucho más de lo que me acababa de contar.
Al día siguiente Encarna marchó llevando a mi hermana con ella. Manuela había dejado de ser aprendiz hacía mucho tiempo, era pulcra y eficaz con pespuntes, vainicas, bordados…La maestra intuyendo el potencial que tenía entre manos no se demoró en instruirla en la parte más ardua de su formación: el patronaje. Parece que la estoy escuchando perfectamente como repetía una y otra vez las mismas frases, como si quisiera que se grabaran en nuestra cabeza:
“Una cosa es saber coser y otra muy distinta es dar forma a la idea que tienes en la cabeza para que se adapte como un guante al cuerpo requerido”
“Comenzarás aprendiendo a tomar medidas, luego a dibujar en la tela la forma precisa colocando el tejido de forma que se aproveche de la mejor manera, en último lugar, te cederé las tijeras y podrás continuar sola el resto”
“Una vez dominada esta parte, para la siguiente el ingenio y la creatividad tienen mucho que decir. Crear significa hacer lo que nadie ha hecho antes, combinar colores, hechuras, géneros, mezclar todo lo aprendido, para conseguir algo bello, elegante, diferente”
Yo progresaba algo más despacio que mi hermana. Encarna me recriminaba la falta de delicadeza en mis costuras:
“La limpieza en la confección de cualquier prenda debe quedar patente del derecho y del revés. No descuides nunca los puntos que no quedan visibles, eso dice mucho de la modista que lo ha confeccionado. No lo olvides Juana, la prenda ha de quedar curiosa por ambos lados.”
Yo lo intentaba, pero mis ojos se marchaban sin querer tras los patrones. Ese dibujo de jaboncillo sobre el género, que daría lugar a una forma tridimensional una vez en las manos maestras. Cuando se hubieron marchado, y siendo la primera vez que me quedaba sola, no tuve dudas en lo que me dispondría a hacer: averiguar lo que la modista ocultaba en la cocina.
Me di prisa en terminar mi tarea, no quería que a la vuelta Encarna notara dejadez en mis obligaciones. Forré el último bajo de una falda de raso verde acampanada, planchándola del revés con sumo cuidado de no estropear el tejido. Una vez colocada sobre la percha, me sacudí los hilos para no dejar restos en la cocina.
Había entrado muchas veces, casi siempre en compañía de Encarna y cuando no era el caso, bajo la segura sospecha de que me observaba con el rabillo del ojo. Sabiéndome vigilada no osaba en demorarme más de lo necesario pues enseguida aparecía tras de mi con cualquier excusa. Me situé en el centro y la recorrí con la mirada, nada me llamó la atención. Era una cocina humilde y desprovista de enseres y muebles. Una chimenea servía de calefacción y de hornilla para cocinar. Un gran fregadero con poyete de piedra frente al hogar y una mesa con una silla en el centro. Colgadas en el techo restos de calabazas y unos pocos utensilios de cocina dispersos y desordenados. No había comida, la maestra era de poco comer para no alentar la pereza. Pizcaba de vez en cuando, invitándonos a hacer lo mismo y evitar demorarnos en el trabajo. No encontré nada raro, ni imaginaba siquiera como lo hacía para desaparecer a lo largo de las largas jornadas. Volví a recorrer de nuevo la estancia, observando con más detenimiento, intentando encontrar algo que me llamara la atención. En esta segunda vuelta tropecé casi sin querer con unas cortinillas que tapaban la parte inferior del fregadero. Recordé la dificultad de Encarna para llenar los cubos de agua, era muy alto. Me acerqué despacio y levanté con cuidado la tela de cuadros rojiblanca que cubría la cavidad. Unas escaleras rocosas descendían bajo el fregadero, me agaché y las seguí.
Una puerta vieja y desvencijada cerrada con un cerrojo de hierro de enormes proporciones apareció tras el último escalón. Me costó dar con la serie de movimientos ascendentes y descendentes que lo descorrían. Sentí miedo, no sabía qué me podía encontrar tras la puerta, temía que escondiera algo macabro, llevaba años imaginando este momento, inventando en mi cabeza posibilidades, unas más reales que otras. ¿Qué podía ocultar una mujer de su edad, que siempre había vivido sola, en lo que parecía una habitación bajo un fregadero? Algunos días me daba por pensar que ocultaba un taller clandestino lleno de chicas como yo, cosiendo escondidas, privadas hasta de la luz del día. Pero Encarna no, era seria y poco conversadora pero no podía tratarse de eso, entonces me decía a mí misma, “quizás oculta una alacena llena de comida y desaparece para que no la veamos comer, para no compartir bocado”. ¿Ocultaría dinero?, jamás nos dio una moneda con la que agradecer nuestro trabajo, ni siquiera los días de fiesta. Andaba soñando despierta, el temor a dar el paso me hacía recapacitar y sopesar escenarios tras el portón, no vi el último escalón tras la puerta y caí de boca al suelo perdiendo la consciencia. Cuando desperté era de noche, me asusté levantándome al instante, cerré la puerta y volví al taller, por suerte no habían regresado todavía. No me percaté del morado en mi cara, Encarna y Manuela si lo vieron.
Tuve que devanarme la sesera en construir una estúpida mentira que justificara la coloración de mi rostro. Un descuido con una de las baldosas levantadas de la entradita, que en más de una ocasión nos hizo resbalar, parecía no convencer del todo a Encarna que con cara de pocos amigos empezaba sospechar que no decía toda la verdad.
– A la baronesa de Ocaña le han encantado las propuestas de la maestra, tendremos trabajo asegurado para una buena temporada—dijo Manuela intentando desviar la conversación y dar el tema de mi caída por zanjado. Encarna sonrió emocionada, en los años que llevábamos trabajando juntas jamás noté esa contenida alegría que dio una forma desconocida a la comisura de sus labios. Comprendí que algún día debió de ser una mujer hermosa, muy hermosa. La penumbra de las noches seccionó parte de la belleza de unos ojos que hasta ese momento no se mostraron tal como debieron ser un día.
—Tendremos que trabajar duro para satisfacer a la baronesa, esto no va a ser un camino de rosas, pero si sale bien, tendréis el sustento garantizado y el de vuestra familia. —Manuela y yo no pudimos disimular la alegría de saber que podríamos recibir recompensa por nuestro trabajo.
Un par de días después y tras muchos preparativos: Renovamos por completo los costureros, llevamos a afilar las tijeras, encargamos los encajes, adornos, florituras, estaba todo listo para la siguiente visita a la señora baronesa. Encarna propuso ir esta vez las tres, dudé si lo hizo por no dejarme sola o si de verdad me necesitaba en los menesteres que se avecinaban. Me sentí feliz, cualquiera de las dos propuestas suponía una salida de la monotonía que ocupaba mis días, así que andaba de un lado para otro entusiasmada, sonriendo sin motivo y tarareando canciones de las que oía a mi madre y a mi abuela:
“Ya se ocultó la luna, luna lunera,
Ya ha abierto su ventana la piconera,
La piconera mare y el piconero,
A la tierra cantando con el lucero
Ya viene el día, ya viene mare,
Alumbrando sus claras los olivares…”
La maestra me sacó de mi canturreo cuando me dijo:
—Manuela no te extravíes y ve preparando un par de vestidos en condiciones para ti y tu hermana, debemos ir presentables.
Cuando me vi a la entrada del palacete de la baronesa, aseada y con un vestido azul marino entallado y discretamente adornado con una picaruela celeste al escote, me sentí la persona más feliz sobre la faz de la tierra. Miré orgullosa a mi hermana que lucía diferente, acostumbrada a ir con el pelo recogido en un roete, ahora dejaba caer su larga melena rojiza sobre su espalda, recogiendo los mechones delanteros con dos horquillas a la nuca. Vestía igual que yo, así lo ordenó la modista, quería que fuéramos uniformadas para dar sensación de profesionalidad a nuestra distinguida clienta.
Tuvimos que esperar a que la baronesa llegara. Encarna nos indicó que colocáramos las artes de costura de manera que todo se hiciera más fácil. La habitación donde pasaríamos largas temporadas era amplia y estaba bien iluminada por dos ventanales, entre ellos una vitrina con figuritas de porcelana. No era una habitación principal, más bien parecía una extensión para el uso del servicio y otros menesteres no adecuados a la vida social.
—Buenos días, Encarna y señoritas— dijo la baronesa en tono cordial tras cruzar la puerta. Le hicimos una ligera reverencia. Nos miró sonriente, como si se alegrase de que estuviéramos allí. Debía de tener los mismos años que la maestra, tal vez más, sin embargo, aún desprendía cierta coquetería en su mirada. No era solo un aspecto el que destacaba en ella, era más bien el conjunto de todos ellos: su tallaje, la esbeltez de su figura, delicadeza de formas junto con un cutis cuidado a pesar de las arrugas rutinarias que la edad no perdonaba.
Encarna se acercó a ella y le dijo:
—¿Ha decidido la señora baronesa qué opción le parece mejor para la fiesta?— y esperó a que doña Leonor, que así se llamaba, le contestara.
—Voy a seguir tu consejo, no sé por qué pero me inspiras confianza, espero no equivocarme y errar con la decisión. Que sea lo que tú propusiste.
—Entonces, ¿le parece bien a la señora modificar por completo el modelo rojo carmesí de su vestidor, transformando el escote, quitando los abalorios que lo aturullan y aligerando la hechura de la falda? Va a quedar muy elegante.
Doña Leonor no parecía convencida del todo, pero no quedaba tiempo para confeccionar un modelo nuevo desde cero. Saldría del paso en esta ocasión aprovechando para proveerse de unos cuantos vestidos para el incipiente invierno.
Apenas dormimos en los tres días que duró la remodelación del vestido rojo. Jamás hubiera imaginado que Encarna fuera capaz de modificar un vestido, transformándolo en otro totalmente distinto con semejante resultado. Cuando doña Leonor se vistió momentos antes de la fiesta en presencia de todas, adornando su pelo con un tocado confeccionado con el tejido sobrante del vestido, sonrió feliz.
—Me siento más joven, Encarna, nunca antes me había sentido tan favorecida con una prenda como en el día de hoy. Os felicito a todas, pero sobre todo debo mencionar que jamás hubiera imaginado este resultado, es diferente a todo lo que he visto hasta ahora, tiene un aire moderno que me entusiasma.
Cuando salió por la puerta nos volvimos a casa, la maestra nos dio un par de días libres que aproveché para dormir y pasear. Al día siguiente volvimos al taller a preparar los encargos. Encarna nos propuso turnarnos por días para no dejar abandonado del todo el taller, yo acepte encantada, no había logrado alejar de mi mente qué podría ocultarse tras el portón.
Mi hermana se quedó a cargo del taller yo acompañé a la modista al día siguiente. Encarna llevaba una especie de maletín confeccionado por ella, lo transportaba con ligereza lo que me hizo pensar que no era materia pesada lo que contenía.
—¿Qué lleva en el maletín? —pregunté ingenua.
—Ya lo verás cuando llegue su momento, no seas impaciente Juana.
La baronesa nos hizo esperar una hora. Encarna aprovechó para terminar un bordado, a mí me indicó que desembalara el género que había sido encargado a Madrid para los vestidos de la nueva temporada. Quité las cuerdas que rodeaban los rollos y a continuación, con ayuda de unas tijeras rasgué el papel de estraza que los cubría. Casi todas las bobinas de tejido eran de seda brocada en diferentes colores: Fondo rosa palo con bordados de hojas en plata, fondo perla con bordado de flores en tonos verdes oliva, grana y azul cobalto, fondo gris plata bordado en turquesa. Nunca había trabajado con brocados de tanta belleza, aproveché para acariciar la tela. Encarna levantó la mirada y se acercó sorprendida. Me siguió en los gestos perdiéndose en el deleite de acariciar tanta hermosura. El resto de rollos eran algodones y linos claros.
—Me alegra que ya conozca los tejidos que he elegido para el armario de invierno, espero contar con su aprobación.
—No dude señora que más bellos no los he visto en mi larga vida. Con el permiso de la señora me permito mostrarle las hechuras que había pensado en mi cabeza y que conforme al diseño de sus caderas y el volumen de sus pechos creo que harán más favor a sus encantos.
Y de su maletín sacó unos recortes de tela blanca, donde había dibujado con jaboncillo oscuro y pocos pero precisos trazos, los detalles de los modelos que en su cabeza ideaba para la baronesa.
La baronesa contempló los trozos de tela con los dibujos.
—Si hay algo que lamento es no haberte conocido antes. Tienes una forma muy particular de ver los diseños, eres capaz de hacer arte con las telas.
—No diga eso, señora, que yo solo la miro a usted e intento imaginar cómo luciría mejor. —¿Qué me aconsejas que haga?
—Si me permite, con el brocado rosa yo elegiría el diseño con el corte bajo el pecho, dejando las mangas a medida del codo, prolongando con encajes plateados hasta la muñeca. La falda de media capa la desprendería de adornos, la tela es sobrada en belleza y posee suficiente caída para no necesitar cancán. No se preocupe por el escote, amplio y despejado punteado con el encaje de las mangas. Y me reservo un adorno que todavía no tengo claro pero que será la pieza clave de este vestido. En cuanto al resto de las telas, necesito más tiempo para imaginar qué hacer con ellas, mientras confecciono el rosa le iré mostrando propuestas con diferentes posibilidades, si le parece bien.
La baronesa sonrió conforme, la miró complacida, la seguridad con la que la anciana planteaba soluciones la descolocaba. Le apetecía preguntarle cómo una mujer de su edad tenía ideas tan modernas, tan originales, no quiso entrometerse y optó por guardar silencio.
—Vuelve a casa y descansa, mañana continuarás tu trabajo.
Mi hermana se afanaba con una vainica cuando llegamos. La maestra parecía cansada. Se sentó. Por primera vez en mucho tiempo no hizo nada, simplemente cerró los ojos. Cuando los abrió dijo:
—Juana, ¿llegaste a entrar en el cuarto bajo el fregadero?
—¿Cómo dice, Encarna?— contesté con otra pregunta evidentemente nerviosa.
—No tengo intención de recriminarte nada, es solo por ahorrarme el trabajo de contaros lo que he aplazado sin motivo.
—No llegué a entrar— me sinceré.
—Tras el tropezón con el último escalón, desistí de mis intentos en espera de mejor ocasión.
—No será necesario que esperes, en un rato saldrás de dudas.
Aquella tarde no nos habló la costurera, la maestra. La que se dirigía a nosotras era una amiga, una especie de madre orgullosa de sus hijas, complacida de sí misma. Tras una vida llena de privaciones, de trabajo sin recompensa, escondía algo que daba a su mirada un peculiar aire de satisfacción.
—Nací en una familia numerosa y pobre. Mis padres se deshicieron de mi bien temprano, apenas recuerdo el calor de mi madre. Eran otros tiempos. Comencé fregando suelos, tengo clara en mi memoria la imagen de aquel cubo enorme de agua que arrastraba de un lado para otro, las llagas de mis manos, los temblores del invierno infinito. La maestra Dolores se preciaba de ser la mejor costurera de aquella pequeña ciudad perdida entre olivos. De su taller, donde trabajaban más de treinta chicas recluidas de sol a sol, salían los más maravillosos trabajos que nadie pueda imaginar. Se bordaban ajuares con labores preciosas sobre lino blanco de damasco, o algodones perlados. Se fraguaban mantillas, entolando encajes entre tules, vestidos de novias con blondas de Guipur, Chantilly, Alencón. Crecí entre ellas, aunque me fue negado el derecho a formar parte del grupo. Yo tenía que cocinar y fregar, esa era mi función. Moría de ganas de tomar una aguja, de pasar el día bordando primores; no pudo ser, durante un tiempo al menos. Un día me planté ante la maestra, solté el cubo de agua y con un arrojo que desconocía le dije:
—¡Me tiene que dar una oportunidad!, yo sirvo para coser, me gusta, tengo un don maestra Dolores, me tiene que dejar demostrárselo, no volveré a hacer nada de lo que me pide sino me da una oportunidad. ¡Mándeme a la calle o haga lo que quiera conmigo!, pero no cederé. Déjeme por Dios sacar fuera lo que me atormenta, le aseguro que no la defraudaré.
La maestra tomó un trozo de retal y seleccionando de un costurero de vainicas, con más de cincuenta muestras diferentes, una al azar, me instó a realizarla.
Me senté en una silla al lado de la maestra contemplando con detenimiento la muestra. Era una vainica de ochos dobles, la había visto hacer a las chicas alguna vez que otra. “Los ojos son los mejores maestros”, me dije, y repasé en mi cabeza los pasos que tendría que realizar en mi retal azulado. Con sumo cuidado destejí la zona, dejando solo la cortina de hilos necesarios para en el paso siguiente agruparlos y apuntarlos con una puntada arriba, dejando para la vuelta la puntada de abajo. Terminé mi trabajo sorprendiendo a la maestra con un hilo más grueso de un tono más claro para agrupar los ochos sobre la vainica previa. Aunque refunfuñó un instante me dijo: “Impecable, Encarna y muy pulcro, te has ganado tu puesto”.
—Desde aquel momento y hasta el día de hoy no he hecho otra cosa en la vida que coser. Apenas sé escribir. De números entiendo lo necesario para medir y contar, no he necesitado más, me las he apañado a mi manera Lo que os voy a enseñar ahora no lo ha visto nadie, acompañadme por favor.
Cuando llegamos frente a la puerta, Encarna se giró:
—Tened cuidado con el escalón que hay tras la puerta, es muy traicionero— y soltó una carcajada por primera vez desde que la conocía, haciendo que me ruborizada. Mi hermana se arrancó también a reír.
Bajamos y esperamos a que Encarna descorriera las cortinas para que la luz del día iluminara la estancia. Me llevé la mano a la boca en un intento por contener la emoción. Una exposición de vestidos la recorría de un extremo a otro, me acerqué despacio para contemplarlos de cerca. Los había antiguos, con hechuras de otros tiempos que yo no conocía, actuales maravillosamente ejecutados y en una zona apartada, como queriéndolos ocultar, una serie de modelos que no pude encajar en mi cabeza y que Encarna tuvo a bien aclararme.
—Algún día nos desprenderemos de la pesadez de tanto tejido, estoy segura. Siempre he soñado con vestidos ligeros, fáciles de llevar y ejecutar. Probároslo, aunque solo sea por el placer de verlos lucir una sola vez.
Fue imposible negarse, Encarna estaba entusiasmada con la idea de vernos desfilar con ellos. No paraba de hablar, de indicarnos como debíamos colocarnos los vestidos. Cuando por fin terminamos sonrió satisfecha.
—¡Son perfectos, perfectos, caminad de un lado para otro que os contemple!
Lo cierto es que me sentí libre, casi como si fuera desnuda, ágil, elegante. Mi hermana me miró complacida, era una delicia sentir tal ligereza. Los talles caían a la altura de la cadera, en otros modelos las faldas se acortaban indecentemente hasta los tobillos, vaporosas, desprendidas.
—Súbete un poco la falda Juana, deja que se vean las rodillas—insinuó Encarna. De manera descarada hice un pliegue con la falda en la cintura acortando de manera importante su longitud, dejando que mis piernas aparecieran como por arte de magia.
—¡Esta debería de ser la largura de este vestido para sentar bien, mostrando la belleza de unas piernas jóvenes!— gritó indignada la maestra. Se giró contemplando despacio el resto de la sala.
—Esta habitación cuenta la historia de mi vida, es mi vida— y acercándose a la enorme mesa que ocupaba el lateral izquierdo nos animó a acompañarla. Abrió una pequeña cajita extrayendo un trocito descolorido de tela perfectamente adornado con una vainica.
—Este retal fue el comienzo, mi prueba de fuego para salir de donde estaba, lo he guardado siempre con mucho cariño. A partir de ese día me propuse guardar muestras y explicaciones de todo lo que hiciera, de todo lo que aprendiera por si un día me fallaba la memoria.
La mesa, abarrotada por el peso de enormes libros confeccionados con telas a modo de muestrario, apenas podía sostenerse.
—Con solo mirar el lomo, se sabe qué tipo de muestras contiene, así ha sido como los he ido clasificando—y mostrando varios libros pudimos ver las labores hechas con punto de cruz, punto yugoslavo, bordados varios cosidos al lomo.
—Guardo también encajes, pasamanerías y adornos que como un tesoro he ido acumulando para que me ayudaran a solventar la vejez, cuando ya no pueda valerme—y tirando de una enorme caja, nos mostró las maravillas que atesoraba. Encajes antiguos de bolillos, a la aguja, con motivos florales, geométricos, de un valor incalculable perfectamente clasificados por colores, grosores y tipos aparecieron en aquella caja perfectamente conservados. Encarna nos dejó tocarlos, sobreponerlos a nuestros vestidos para ver el efecto real sobre las telas. Durante un buen rato permanecimos entretenidas disfrutando de aquellas maravillas, conversando sobre adornos y tejidos.
De repente Encarna giró la cabeza.
—Las hechuras, las hechuras—repitió con nerviosismo—están aquí, mirad. —Quizás fuera lo más sorprendente de todo, verla dirigirse diligente a un enorme armario repleto de patrones. Recorrí con la mirada de nuevo aquella habitación, tenía delante de mis ojos un museo.
Encarna continuaba excitada, haciendo aspavientos con las manos, dándonos multitud de explicaciones, no quisimos interrumpirla, se veía muy feliz.
—Yo me acerqué al armario donde guardaba los patrones perfectamente doblados. En la solapa de cada carpeta de cartón un dibujo ilustraba el modelo. Desplegué despacio el papel de seda visualizando atónita la complejidad de lo que tenía delante, allí permanecí en silencio intentando imaginar cómo encajaban las piezas de ese puzzle. Encarna me tocó el hombro.
—Mañana puede ser un buen día para empezar a enseñarte lo más difícil. Llegaréis a ser grandes costureras, eso fue lo que me propuse el día que os admití como aprendices y creo que lo he conseguido. Si la fortuna nos sonríe y la baronesa sigue contando con nosotras podremos hacer valer nuestro talento.
Hubo un antes y un después de aquel día. Encarna estaba más relajada, como si se hubiera quitado un peso de encima que la oprimiera, como si durante mucho tiempo hubiera temido mostrar un secreto que a ratos quisiera compartir y que a otros temiera mostrar por si pudieran arrebatárselo. Esa sala era algo más que reliquias almacenadas y catalogadas para asegurar una vejez digna: era todo cuanto tenía. Ahora, tras una vida de sacrificios, estaba segura que aquellas dos muchachas eran más importantes para ella que esa habitación. Estaba tranquila porque sabía que no moriría en soledad, que si cayera enferma, ellas la cuidarían, estaba segura que la querían como a una madre, quizás más. —La sangre une, pero no más que el cariño y el amor que a diario es ofrecido o recibido—me dijo mientras me acariciaba el rostro cuando intentaba explicarme meticulosamente la forma correcta de hilvanar un plisado.
Sin apenas darnos cuenta, cada vez pasábamos más tiempo en el palacete de la baronesa dejando de lado los encargos de siempre. Doña Leonor, siendo conocedora de la envidia que despertaba en las damas cuando se hacía presente en las fiestas, cada vez exigía a Encarna más astucia, de manera que entre las tres tramábamos las más disparatadas ideas que solían ser casi siempre bien acogidas. Nos era permitido transitar con toda libertad por las salas de la servidumbre, pasear a horas determinadas por los jardines para poder ejercitarnos y descansar un poco de las intensas jornadas de trabajo. El palacio debía ser asombroso en las estancias principales, los comentarios de las chicas que se encargaban de mantenerlo en perfecto estado nos permitían hacernos una idea de su distribución, dejando un poco a la imaginación aspectos relativos a la forma suntuosa en que estaba decorado. Recuerdo con cierta felicidad la inquietud que sentía cuando se acercaba la hora del paseo. Trataba de disfrutar al máximo del aire fresco, estirando los brazos para desentumecerme de las posturas forzadas durante horas.
Fue en uno de los paseos cuando lo vi por primera vez. La templanza de la tarde invitaba a permanecer al aire libre. Caminaba cogido del brazo de una dama muy elegante de su misma edad, sonreían mientras conversaban animadamente. El recorrido que nos era permitido se alejaba un poco de la zona central ajardinada, pero en ciertas esquinas permitía ver entre los setos algunos arriates llenos de rosales y buganvillas. En los meses que llevábamos allí jamás coincidimos con nadie durante nuestro paseo que no fuera del servicio. A las tres nos llamó poderosamente la atención aquella novedad, posteriormente supusimos que se trataba del hijo de la baronesa: el señor Íñigo, del que tanto habíamos oído hablar durante las probaturas de la baronesa y ella no cabía duda de que sería su prometida, Elena, la hija del duque de Monsares. Lo cierto es que todo parecía perfectamente ideal, digno una novela romántica en la que la belleza se aliaba con la nobleza formando el tándem perfecto. Permanecimos estáticas contemplando embelesadas la escena hasta que el señor se giró y nos sonrió, saludándonos agitando la mano.
Encarna me zarandeó para devolverme a la realidad porque por alguna extraña razón me quedé clavada en el suelo perdida entre pensamientos que me hicieron ruborizarme. Mientras mi hermana se entretenía recogiendo margaritas, la maestra se acercó a mi. Perspicaz por naturaleza, notó la suave mueca, el embelesamiento y la rubicundez de mis mejillas.
—Querida niña, si aceptas mi consejo, que será el único que escuches de mi boca: “no malgastes un solo instante de tu vida en soñar con ese muchacho, solo conseguirás sufrir lo indecible”—me susurró al oído.
Agaché la cabeza, Encarna había escudriñado mi rostro desentrañando lo que ni yo misma entendía.
—Acepto su consejo, me quiere bien, jamás haría nada para dañarme sino todo lo contrario. Intentaré llevarlo a la práctica, aunque no sé si lo consiga. En ese instante me tomó del brazo, acariciándome la mejilla.
—Volvamos al trabajo.
En las noches sucesivas me fue difícil conciliar el sueño, lo veía sonriente en el jardín agitando las manos y mirándome. Esos ojos verdes, desvergonzados, se clavaron en mí haciéndome vulnerable, me volvieron transparente frente a él. Comprendí que debió notar mi flaqueza, percatarse de mi color, sentí vergüenza. El volumen de trabajo me ayudó a soportar los días que fugaces se escapaban sin apenas disfrute, salvo las bromas que a menudo nos hacíamos con el resto de las chicas de la servidumbre, con las que manteníamos una relación cada vez más cordial. Encarna a escondidas les regalaba enaguas o ropitas para sus pequeños, confeccionadas con los sobrantes de la señora y ellas a veces, nos daban a probar los pasteles recién horneados en el obrador de la casa. El día en que la señora apareció sobresaltada, pletórica de felicidad en la sala de pruebas fue el peor de mi vida.
—¡Encarna!, ¡la necesito!, mi querido hijo Íñigo se casa. Este será el trabajo más importante de su vida— y dirigiendo la mirada hacia mi hermana y hacia mí continuó— y de la vuestra, queridas.
—No dude señora que haremos todo lo que esté en nuestras manos para complacerla, lucirá el más hermoso vestido que hayan confeccionado estas manos.
—Encarna, quiero que ustedes se encarguen no solo de mi indumentaria, han de vestir también a los novios y al señor. No se preocupen que hay tiempo, hasta la primavera del año que viene no tendrá lugar el enlace, pero han de ir organizando los pedidos y esbozando propuestas. De ahora en adelante solo se encargarán de ese cometido. La baronesa estaba agitada, nerviosa, antes de marcharse de allí se acercó a Encarna y con gesto cariñoso le dijo:
—Encarna, dejo todo en sus manos, confío plenamente en usted, espero que no me decepcione. Si todo sale como espero, prometo recompensarlas a todas.
—Se hará como desea—sentenció bajando la cabeza con cierta preocupación por la responsabilidad que estaba asumiendo. En cuanto la baronesa marchó, pude dejar escapar un suspiro que llevaba reprimiendo desde el instante en que se abrió la puerta y anunció la más tristes de las noticias que ese día esperaba recibir. Después comprendí que tal vez eso sería lo mejor que podía pasar.
Todo se tornó en prisas y nervios desde aquel día. Encarna, sobrepasada al principio, demostró tener una capacidad organizativa fuera de lo común.
—Comenzaremos eligiendo los tejidos y todo el material requerido para aderezar los modelos, necesitamos que los pedidos estén aquí en no más de dos meses, mientras tanto, despejaremos la zona de trabajo e iremos planteando diseños. Vamos a tener que estrujarnos bien la sesera para que la baronesa quede contenta. Me temo que tendremos que pedir ayuda a la señora, quizás debamos contar con alguien de la servidumbre que nos asista en labores menores: hilvanados, sobrehilados…, que nos dejen centrarnos en los refinamientos, bordados, encajes y similares sobre todo cuando se acerque la fecha. Cada vez admiraba más a esa pequeña mujer, que sin apenas ayuda era capaz de enfrentarse a retos que aparentemente la superaban. Esa admiración la profesaba también la baronesa, que depositó en ella su confianza para la ocasión más importante de su vida. Encarna marcó un calendario aproximado para establecer un ritmo de trabajo adecuado que nos permitiera llegar en fecha, decidió cuándo serían las probaturas y qué se confeccionaría primero. En este sentido programó en primer lugar las vestimentas de los señores, a continuación la baronesa y finalmente el traje más importante: la novia.
La baronesa aparecía intermitentemente, interesándose por nuestros progresos en los diseños, algunas veces le acompañaba Elena, que le ayudaba a tomar decisiones con los patrones o con los tejidos. Yo la miraba escrutando su rostro, su pelo, su figura. Me dolía que fuera tan hermosa, que aparentemente no mostrara defecto alguno, que ella ocupara el corazón del joven señor que me hacía desvelar en las noches. En todas sus apariciones se mostraba cortés pero distante con nosotras, hacía notar la distancia que nos separaba, que colocaba a cada una en las antípodas del estatus social. Percibí un cierto desprecio soterrado hacia mí, como si ella también hubiera notado aquella tarde la mirada furtiva, intensa que me dedicó el joven Íñigo, intuyendo algún interés malsano del señor hacia mi persona. Por la forma en que me miraba, interpreté que ella también me analizaba de alguna manera.
Mi hermana Manuela fue la encargada de tomar las medidas al barón, Encarna lo decidió así puesto que nunca habíamos confeccionado ropa masculina y comprendió que sería buen momento para enseñarnos sus particularidades. Yo anotaba y mi hermana cantaba metro en mano. Don Fernando obedeció las órdenes de su señora, molesto por tener que permanecer cual estatua en aquella sala rodeado de mujeres que disponían lo que tenía que hacer.
—Juana anota, contorno de cuello: cuarenta—soltando con mucho cuidado el metro del cuello del barón, dirigiéndose al contorno de pecho,
— Juana apunta contorno de pecho: ciento tres. El barón cambió el gesto a lo largo de la sesión. Cuando la baronesa se distrajo mirando por la ventana, aprovechó para acariciar la melena pelirroja de Manuela, fue un gesto que nadie apreció salvo yo por la cercanía, puede que ni mi hermana se diera cuenta, andaba entonces muy concentrada en la medida del largo de los pantalones. Desde ese instante, no dejaba de mirarla con admiración, complacido con su cercanía.
—Parecen muy profesionales tus costureras, Leonor—fue lo primero que dijo desde que entró en la habitación, —si quedo complacido con el resultado, cosa que no dudo en absoluto, me pondré en sus manos para mis siguientes cambios de vestuario. —Doña Leonor seguía despistada indagando en los encajes.
—Claro que sí Fernando. Don Fernando sonrió de una manera que no me gustó. A pesar de su edad mantenía un porte esbelto, debió de ser un hombre muy gallardo en su juventud, todavía conservaba cierto atractivo. No obstante, estaba convencida de que no tenía buenas intenciones.
Días después le tocó el turno al joven Íñigo, para entonces había acumulado cierto odio hacia su persona, derivado de lo que sentí al ver la manera en que su padre contemplaba a mi hermana. Discurrí sin proponérmelo que los dos serían iguales: “de tal palo tal astilla”, que estarían acostumbrados a aprovecharse de la servidumbre. Para aquel entonces, ya había escuchado miles de historias sobre señores y criadas de boca de las chicas del servicio. Habladurías sobre despidos al tener conocimiento del estado de nueva esperanza de las chicas, de abusos incluidos en el sueldo. Quizás fuera eso lo que me hizo sentir repulsión hacia el señor Fernando y por inercia hacia Íñigo. Sentí una profunda pena por la señorita Elena, por lo que sufriría en un futuro en manos de un marido que quizás la dejara desatendida, en un segundo plano, en pos de chicas más jóvenes. Todo eso andaba yo imaginando cuando se abrió la puerta y entró. Encarna lo saludó cortésmente y le indicó donde debía colocarse.
—Buenos días señoritas—dijo sonriendo de una forma encantadora.
—Por favor Juana, mide tú al señorito Íñigo y que sea tu hermana la que apunte las medidas esta vez.
Miré a Encarna enfadada, no me podía creer que me pusiera en esa tesitura. Los nervios hicieron que me tropezara en una banqueta y cayera a los pies del señor, de bruces. Don Íñigo se apresuró a levantarme preocupado por mi estado de salud.
—No ha sido nada—dije sonrojándome, mientras me lamía la sangre del labio que brotaba escandalosamente. El señor se palpó el chaleco, extrayendo un pañuelo blanco de seda que utilizó para empapar el flujo que no paraba de manar.
—No se preocupe, no es nada— hice el amago de retirar su mano, —además el pañuelo…—no me dejó terminar la frase:
—Señorita Juana, no se preocupe por esa nimiedad, se lo regalo.
—Juana, creo que no deberías hacer perder más el tiempo al señor Íñigo—dijo Encarna tratando de volver a la normalidad.
—Si no se encuentra bien, lo dejamos para otro día, ¿le parece?— puntualizó el señor mientras me miraba con curiosidad infantil, parecía escudriñar mi rostro, mis facciones, mi pelo.
—No se preocupe, creo que puedo hacer lo que se me pide, ha sido un tonto accidente, nada más. —Indiqué al señor que ocupara el lugar de la prueba y me dispuse a tomar medidas.
—Manuela apunta por favor, contorno de cuello: cuarenta y dos— la cercanía de su cuerpo me puso nerviosa, el señor giró la cara despistado, al menos eso pareció, susurrándome: “eres preciosa”.
Todavía hoy en día siento escalofríos cuando recuerdo ese instante, no lo he olvidado. Lo que no recuerdo es como pude continuar, pero sé que lo hice
—contorno de pecho, apunta hermana: 95. —Lo tenía frente a mí, tan cerca que podía olerlo. Un leve toque de perfume apenas conseguía camuflar la frescura de una piel joven, aseada. Pensé que de no ser por las hermosas vestiduras que lo adornaban, podría pasar por el gallardo hijo de cualquier granjero. Su tez morena y sus cabellos azabache estaban lejos de recordar a los jóvenes de la corte, tampoco su envergadura pasaba desapercibida. Al tomar la medida del contorno de cintura, sin querer levanté la mirada. Sus ojos permanecían fijos en mí, curiosos, tal vez esperando una respuesta o un gesto nervioso por mi parte al comentario que acaba de hacer. No sé cómo pude pero mantuve la mirada, mostrándome firme, digna. Recordé el gesto grosero de su padre, lo que me dio fuerzas. Pero esos enormes ojos verdes, hirientes, volvieron a desnudarme, me descubrieron débil, tal cual era.
Cuando se marchó, me sentí aliviada. Esa tarde la pasé repasando en mi cabeza una y otra vez cada pequeño detalle, cada gesto. Soñé que me acogía en sus brazos, estaba tan cerca que volvía a notar ese aroma que desprendía, no quería estar en otro lugar, no quería hacer otra cosa que sentir su presencia. Encarna me devolvió a la realidad balanceándome de un lado para otro.
—Juana, querida niña, ahora entiendo que erré al dejarte tomar las medidas, debí dejar que Manuela se encargara de esta tarea. Quería darte la oportunidad de acercarte a él, quizás no tengas muchas más, para poner en claro tus sentimientos. Me temo que te he sumido en un pozo del que quizás no puedas salir. Espero que no tenga que lamentar mi decisión lo que me queda de vida. Solo deseo que la boda llegue pronto, desliarnos de tanto trajín lo antes posible para poder llevar a cabo el sueño de mi vida con vosotras. Llamó entonces a mi hermana y una vez las tres juntas nos relató:
—Jamás pensé que mi vida pudiera desarrollarse más allá de las cuatro pequeñas paredes de la habitación de casa, que tomaría a dos chicas como aprendizas a las que consideraría mi familia, que llegaría a trabajar como modista de una baronesa y que ésta me designaría el trabajo más importante de mi vida. Todo ha sido un sueño desde que llegasteis a mi vida. Quiero anunciaros que en cuanto terminemos todo lo concerniente a la boda, montaremos un nuevo taller de costura donde invertiremos todo lo ahorrado, tendréis garantizado un sustento sin depender de nadie, vosotras seréis las dueñas, nadie decidirá sobre vuestro futuro.
La idea de Encarna de montar un nuevo taller me entusiasmó hasta tal punto, que me ayudó a controlar mis emociones. Sentir que podía ser independiente, que yo tomaría mis propias decisiones me hacía enormemente feliz. Los años compartidos con Encarna fueron un estimulante vital; la seguridad que ella mostraba en tantos aspectos, su afán por sustentarse así misma, la hacían digna de mi admiración. Descubrí con ella que existía otra forma de hacer las cosas, que no debía permitir que nadie dirigiera mi destino. Pero él,…., él, podría hacer temblar todos mis cimientos, podría derribar el edificio que pretendía construir, podría dinamitar mis sueños, si yo me dejaba. Me auguré la batalla contra el adversario más ruin y más cruel que se pueda imaginar: contra mí misma.
El día que llegaron los tejidos desde Madrid, recibimos órdenes de no tocar los embalajes hasta que doña Leonor y la señorita Elena estuvieran presentes. Querían ser ellas las primeras en contemplarlos. Doña Elena no parecía muy contenta, de hecho entró con el gesto constreñido en la sala de pruebas. Al deshacer los embalajes Elena se acercó apresurada a la seda bordada en blanco roto. —¡Contemple Leonor la seda!, se me antoja anticuada, pasada de moda, clásica en exceso. Entiende ahora lo que quería decirle la otra noche en la cena.
La baronesa contrariada, con gesto de disgusto, asintió repetidamente mientras la joven movía la cabeza de un lado para otro mostrando desacuerdo.
—A mí me parece deliciosa Elena, pero entiendo que no te complazca. En ese caso, como resolvimos la otra noche, partiremos las tres de viaje a Barcelona. Es la forma más rápida de solucionar un tema tan crucial como éste. —En ese momento se volvió hacia Encarna diciéndole:
—Encarna, usted nos acompañará a las dos. Necesito de su opinión, no podemos volver a equivocarnos con el tejido. El sitio al que nos dirigimos almacena todo cuanto una mujer como usted desearía ver al menos una vez en su vida. Estoy convencida de que disfrutará del lugar.
Mi hermana y yo en secreto, a escondidas de la maestra, le confeccionamos varios atuendos discretos pero elegantes. Habíamos elaborado tantos modelos que podíamos atrevernos con las medidas de Encarna sin necesidad de guiarnos con el metro. Utilizamos tonos oscuros de acuerdo a sus gustos, pero mezclamos con cierta pericia, detalles en colores claros para el cuello y las terminaciones de los puños, recurriendo a los encajes de bolillos en algunos vestidos y a pasamanerías de las que guardaba con tanto cariño en el sótano de su casa para otros. Pensamos que sería la ocasión ideal, la persona ideal para lucir aquellas maravillas, algunas de ellas contaban con largos años en su haber pero se mantenían en perfecto estado gracias al mimo con el que habían sido conservadas. Encarna palideció la mañana que la llamamos para que hiciera una prueba antes de marchar de viaje, ella había dispuesto partir con un vestido que guardaba por si alguna ocasión especial de las que nunca se presentan. En un primer momento rechazó la propuesta tachándola de loca y disparatada, pero cuando le dijimos que habíamos pasado varias noches sin dormir porque nos hacía tremendamente felices hacer algo por ella, cambió de opinión. Mi hermana, muy mañosa con el peine y las horquillas, le hizo un recogido bajo suave, de manera que su rostro se dulcificaba más aún. Cuando se levantó de la silla y se colocó el vestido las tres rompimos a llorar. Encarna estaba preciosa, acostumbrada a lucir casi siempre los mismos ropajes fríos y anodinos que apagaban su encanto, aquella mañana irradiaba un candor que manaba de dentro. Se me hizo imposible imaginar cuan bella debió ser Encarna años atrás, cuando las arrugas no surcaban su rostro y el cansancio no imponía ojeras. Encarna se sonrojó por primera vez desde que la conocía.
Nunca me había sentido tan sola como el día que Encarna marchó. A pesar de contar con la compañía de mi hermana y del resto del servicio, su ausencia dejaba un vacío irreemplazable. Hasta esa mañana que la vi partir, no supe lo importante que era para mí, cuanto habría de sufrir el día que nos dejara. Al girar la cabeza apareció mi hermana hundida en la tristeza más absoluta, se dejó venir hacia mí y la abracé comprendiendo como se sentía.
—Juana, sé que se ha marchado por tiempo breve pero no puedo evitar sentir tristeza.
—No te preocupes hermana, es bueno sentir lo que sentimos, podemos decir con firmeza que la queremos. Esto es amor, y el amor a veces duele.
El señor, Don Fernando, mandó llamar a mi hermana una tarde durante la ausencia de la baronesa. Mi hermana no intuía las intenciones, ni siquiera imaginaba lo que el señor podría requerir de ella. Yo, sin embargo, sentí un estremecimiento cuando vinieron a por ella. No me lo pensé dos veces e insistí en acompañarla, a pesar de las negativas de Jacinto, el criado personal del señor. —Jacinto, siento mucho llevarte la contraria, pero mi hermana no podrá sola con las costuras que el señor necesita le sean arregladas por parte de mi hermana. Si yo la acompaño terminaremos antes y el señor quedará más contento con la pronta resolución de su descosido.
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