La voz de la profesora se alzó sobre el murmullo de los lapiceros. Los alumnos, la mayoría de ellos, dejaron de escribir. Algunos rezagados continuaron garabateando frenéticamente, como peces boqueando desesperados por respirar al ser arrebatados del río, hasta que la maestra volvió a ordenar que el tiempo se había agotado.

Lucas, sentado al final de la clase y ajeno a todo aquello, miraba por la ventana, con aire ausente y meditabundo, cuando los estudiantes comenzaron a arrastrar las sillas para levantarse y entregarle los exámenes a la profesora. Entonces, dirigió una mirada a la primera hilera de pupitres, donde se sentaba Simón, que rara vez bajaba del sobresaliente, para descubrir que lo observaba con impaciencia. Por fin se levantó, no por tener menos apremio que su amigo en abandonar aquel lugar, si no por sentir un terrible tedio a fundirse con la jauría humana que tenía por compañeros.

Le entregó la prueba en blanco a la profesora, quien le dedicó una áspera mirada, más cercana al hastío que a la frustración, para sentenciar sin mirarle a los ojos.

—Tú mismo jovencito.

Lucas se guardó de replicar a aquella mujer que, pese a contar con poco más de cuarenta años, tenía aspecto y olor de anciana, probablemente por aquel semblante de amargura que la acompañaba a todas horas del día.

Simón le esperaba en el umbral de la puerta, con una sonrisa a media asta.

—Si sigues suspendiendo no vas a pasar de curso, y te va a tocar sufrir un año más en este jodido lugar.

—Vamos —le apremió —el año que viene me importa una mierda, solo quiero largarme de aquí cuanto antes.

Por los pasillos campaban muchachos de distintas edades orquestando una algarabía con regusto a libertad. De entre un grupo de jóvenes peripuestos, surgió Iván quien, despidiéndose de los tupés, así los llamaba Simón, se unió a los dos muchachos.

—¿Qué te traes con esa gentuza? —interrogó Lucas mientras veía en los rostros de aquellos jóvenes la altivez de quienes tienen un futuro brillante asegurado.

—No son tan mala gente como crees —replicó Iván a la defensiva— además, ¿qué quieres, que me margine al final de la clase como un autista y no hable con nadie?

Lucas le propinó un puñetazo en el hombro a sabiendas de que lo decía por él mismo. En realidad, no entendía muy bien por qué Iván se les había unido, no hacía ni un año que no se les separaba cuando, a diferencia de ellos, era un camaleón social, se llevaba bien con todo el mundo y no profesaba aquel odio visceral hacia la institución como Lucas y Simón.

—Bueno —intervino Simón —dejémonos de tonterías que todavía nos mandan al despacho del director o peor aún, ¡al quinto piso!

Iván, quien parecía cavilar si era buena idea devolver el golpe, prorrumpió en una carcajada, secundada en el acto por los otros dos muchachos. Tenían la convicción de que en el quinto y último piso de aquel colegio religioso, donde dormían los curas que eran, al mismo tiempo, los profesores, era donde conducían realmente a los chicos conflictivos. De entre todos ellos, el que más temor infundía en sus imaginarios era el padre Gabriel, al que se figuraban con un látigo ondeando y una sonrisa triunfal frente a la cándida indefensión de las criaturas que acabaran allí.

Salieron a la calle cuando el sol caminaba hacia el ocaso en una fría tarde de principios de marzo. Iván y Simón ya comenzaban a enfilar la calle cuando Lucas les pidió que se detuvieran.

—Tengo que esperar a Sara —dijo recostando la espalda sobre la fachada del edificio.

Los dos muchachos recularon y volvieron sobre sus pasos para unirse a Lucas. Simón, que tenía más confianza con él, se atrevió a preguntarle tras estudiar unos segundos el inescrutable semblante de su amigo.

—¿Durante cuánto tiempo más vas a tener que ocuparte de tu hermana?

Lucas no contestó inmediatamente. Antes se revolvió el encrespado pelo y se colocó las solapas de la desgastada cazadora de aviador.

—No lo sé —contestó con sinceridad —Pero no os preocupéis que no vamos a dejar de ir allí.

Simón asintió, sin querer ahondar más en el tema, a sabiendas de que Lucas portaba un caparazón que se había endurecido en las últimas semanas. Apenas conocía nada sobre la vida de su amigo más allá de los momentos que compartían, pero la otra noche, mientras cenaban y veían las noticias, había escuchado cómo sus padres dejaban caer, sin darle mayor importancia, que el padre de Lucas había perdido su empleo en la fábrica.

Los tres adolescentes giraron la cabeza en dirección a las animadas voces de un grupo de uniformadas niñas que salían del colegio. Canturreaban una canción que ninguno de los tres reconoció y daban saltos en torno a algún cuadrante imaginario. De entre ellas, una muchacha con el pelo rizado de color caoba y los ojos grandes y azules se detuvo frente a ellos.

—Siempre sois las últimas en salir de clase —dijo Lucas a su hermana.

—La profesora nos obligó a terminar la tarea de inglés —se justificó Sara viendo de reojo cómo sus amigas iban yéndose con sus madres.

—Pues venga, vámonos, que a este ritmo se nos va a hacer de noche.

Los muchachos emprendieron la marcha, pero Sara permaneció inmóvil. Lucas se percató a los pocos pasos de que su hermana se había quedado enclavada como un poste. Le sostuvo la mirada y, por un momento, vio temor en sus ojos. Pero aquella idea se disipó rápidamente de su mente, y enseguida adujo que no se trataba más que del capricho de una niña de siete años y su afán por estar junto a sus amigas.

—No te lo voy a repetir más veces, o caminas o te vuelves sola a casa —vociferó Lucas a sabiendas de que nunca había regresado sola, acostumbrada a que su madre la recogiera habitualmente.

La niña caviló unos segundos para acabar echando a correr y reunirse con los adolescentes.

Los tres muchachos y la niña dejaron atrás el colegio, cuya silueta se recortaba a sus espaldas con la vespertina claridad. Al doblar la esquina se toparon de bruces con otro grupo de jóvenes, del último curso, que fumaban y reían apostando sus espaldas en los coches. Uno de ellos, sentado en una moto, hizo una seña a los demás al ver a los adolescentes aproximarse.

Los jóvenes permanecieron en silencio, esgrimiendo muecas de burla ante el paso de los más pequeños quienes, viendo el semblante con el que los observaban, esperaban una airada colleja en cualquier momento o algo mucho peor. Nada de eso llegó. Tan solo un gesto, casi inapreciable, pero lo suficiente para que Lucas, que no había dejado de contraer los puños ni un solo instante, se percatara.

—Id avanzando, ahora voy yo —instó a Simón e Iván, asintiendo con la cabeza a su hermana para que los siguiera.

—Pero… —musitó Simón.

—Ahora os alcanzo —le interrumpió Lucas, que se había detenido frente a uno de los jóvenes.

El chico observaba a Lucas desde arriba, pues le sacaba una cabeza, sin ocultar aquella sonrisa socarrona de superioridad que le confería saberse mayor. Se atusó el lacio cabello anaranjado y escupió a los pies de Lucas antes de dirigirse a él.

—¿Y a ti qué mosca te ha picado? Niñato.

Lucas no contestó inmediatamente, asegurándose con la mirada de que sus amigos y Sara estaban ya a una distancia prudencial desde la que difícilmente los escucharían.

—Te he visto, bastardo zanahorio —replicó Lucas sosteniéndole la mirada sin titubear.

El chico borró de su expresión aquella mueca socarrona que le había acompañado hasta el momento y tragó saliva consciente de que el resto de sus compañeros esperaban una respuesta a la altura de aquella insolencia enarbolada por un crío.

Lucas dio un paso al frente mientras aquel gesto que había esgrimido el joven comenzaba a anidarse a las paredes de su memoria. Aún más cerca, apenas un palmo los separaba, Lucas pudo oler el miedo en el aliento del muchacho, que con respiración entrecortada parecía calibrar cómo actuar. Pero Lucas le miraba impertérrito, con una gélida determinación nutrida por la visión de aquella lengua relamiéndose fuera de la boca y por aquel labio lascivamente mordido al paso de su hermana. No era más que una niña y con toda probabilidad no había entendido nada, pero en él había encendido una mecha que humeaba venganza.

—Si vuelves a hacer algo parecido te arranco la cabeza de cuajo —amenazó Lucas, consciente de que su adversario se echaba hacia atrás acongojado pese a sacarle por lo menos quince kilos.

El chico de la moto silbó expresando sorpresa.

—¡Eh zanahorio! ¿De verdad no vas a hacer nada? —dijo usando hirientemente el mismo mote que le había asignado Lucas, provocando la inmediata chanza del resto del grupo.

Lucas se alejó consciente de que no iba a recibir respuesta alguna, contemplando como el rostro del muchacho se contorsionaba, pasando del miedo ante su amenaza al odio provocado por convertirle en el hazmerreír de los suyos.

Lucas se reunió con sus amigos y su hermana, y ninguno de ellos quiso preguntarle qué había sucedido. Se dedicaron a recorrer las calles con brío deseando llegar al lugar que habían convertido en su refugio. Aquel lugar quedaba alejado del parque más cercano al colegio, donde su madre le había insistido que llevara a Sara al salir de clase mientras ella no pudiera hacerse cargo. Pero a Lucas no le gustaba estar expuesto a los ojos de otras madres y más gente del colegio. Y un día, en sus habituales paseos solitarios los fines de semana, descubrió por casualidad un solitario parque más allá de las vías del tren. Aquel parque le había encandilado, sintiendo, conforme se adentraba en él, sumergirse en un pantano de soledad y silencio lejano a las furtivas miradas con las que convivía a diario.

Alcanzaron el puente que cruzaba las vías cuando el sol comenzaba a esconderse por el oeste, tintando el cielo de ocres llamaradas. Un tren pasó bajo sus pies mientras atravesaban la pasarela, alzando su bocina y azuzando a algunos cuervos encaramados a las ramas de los árboles que circundaban ambas laderas de la vía. Observaron el tren perderse en la lejanía con dirección al norte y, por un instante, Lucas deseó ser uno de aquellos pasajeros.

De nuevo Sara se había quedado rezagada. Ya no miraba el tren, que apenas era una mancha diminuta en lontananza, contemplaba ensimismada las profundidades del parque y las sombras que proyectaban los tupidos árboles. Lucas volvió a titubear, aunque sus amigos ya descendían al galope la pasarela que conducía al parque.

—Sara, vamos. ¿Qué demonios te ocurre?

La niña le observó recelosa con ojos que destilaban miedo.

—¿Por qué no vamos al parque de siempre? Todas mis amigas están allí —dijo con un tono que denotaba más súplica que sugerencia.

Lucas dudó, ahora ya no tenía tan claro que fuera un antojo propio de su edad, y una sombra de sospecha comenzó a fraguarse en su interior. Pero Simón e Iván, que los esperaban en el sendero que se adentraba en el parque, comenzaron a gritarles que se dieran prisa.

—Venga, te prometo no separarme de ti —dijo mientras cogía la mano de su hermana y echaba a correr hacia sus amigos. —Si te portas bien te hago yo las tareas de mañana.

Sara corrió a su lado, pero aún conservaba aquel semblante que le había hecho dudar a Lucas quien, además de hacerle los deberes a su hermana, también tendría que hacerle la cena. Y mientras corría y se sumergía en el silente parque junto a su hermana y amigos, maldijo el día en que su padre perdió el trabajo provocando que su madre llegara todas las noches tarde a casa por haberse tenido que poner a cuidar ancianos para sacarlos adelante. Ella justificaba a su padre, decía que estaba atravesando un mal momento y que se afanaba por encontrar otro empleo. Pero la verdad era que un día Lucas había faltado a clase, esperando escondido en la esquina a que su padre saliera de casa para ir en busca de un trabajo.

Lo siguió, viéndolo vagar por las calles, sin aparente destino, para acabar dejándose caer en una vieja taberna del centro donde se sumergió como un barco en una noche tormentosa sin faro a la vista. Lucas esperó, una parte de él quería creer que pediría un café rápido y volvería a la calle para acometer la ansiada búsqueda. Pero no, el tiempo transcurría y su padre no salía de aquel lugar. Aquel hombre, que una vez había sido su referencia, se dejaba zozobrar a la deriva. Un sentimiento extraño lo invadió y entumecido por el frío y cansado por la espera cruzó también el umbral de la taberna. Fue hasta la barra con sigilo, como si así no pudiera ser visto, y pidió una coca cola dándole la espalda a los parroquianos sentados a sus mesas.

El local era pequeño y tranquilo, el ajado camarero le escrutó dudando posiblemente si reprocharle qué hacía que no estaba en el colegio, pero se limitó a servirle la bebida. Lucas, pálido y enmudecido, se dignó a mirar hacia el interior con cautela. Vio algunos ancianos jugando a las cartas, a dos hombres charlando pausadamente y, en la mesa más solitaria, a su padre. Una jarra de barro y una copa de vino medio llena lo acompañaban. Hundía la mirada en la mesa, como perdida en algún remoto lugar. Lucas dejó el dinero sobre la barra y se marchó sin tocar el refresco, sintiendo que todo lo que un día su padre había significado para él se hundía lentamente.

El grupo de muchachos se internó en el silencio del parque, corriendo por la hierba y serpenteando entre los árboles. Apenas se cruzaron con algún perro que jugaba lejos de su distraído dueño. Los últimos rayos del sol crepitaban con la llegada del crepúsculo y las farolas comenzaron a encenderse cuando alcanzaron el extremo más alejado del parque. Lucas e Iván se desprendieron de sus mochilas para sacar los botes de espráis mientras Simón prendía un cigarrillo.

Los muchachos se aproximaron agitando los botes a la tapia que separaba el parque de las vías por donde habían visto perderse el tren. Al otro lado se divisaba el maltrecho refugio hecho por lonas donde vivían algunos inmigrantes. Un tímido humo se alzaba desde algún punto cercano al refugio. Lucas no consiguió ver a nadie, pero imaginó que si su madre se enteraba de que campaban por aquel lugar habría puesto el grito en el cielo.

Los muchachos comenzaron a dibujar la pared, contribuyendo al mosaico de pintadas que ya colmaban el muro. Sara los observaba con los brazos cruzados, como si así pudiera protegerse del frío, bajo el haz de luz de una farola, reticente a pisar la creciente oscuridad.

Simón apuró el cigarro, no era partidario de los grafitis, y llamó a los otros dos.

—¡Eh, zagales! —¿Por qué no vamos al vivero mejor?

Lucas acabó de pintarrajear una burda firma bajo un caricaturesco sacerdote que fustigaba con un crucifijo de madera la espalda de un arrodillado anciano.

—Vamos —ordenó a Iván.

Guardaron los botes de pintura en las mochilas junto con los libros y se aproximaron a Simón. Sara se había convertido en la sombra de su hermano.

El grupo se acercó al vivero que había señalado Simón. La verja que lo cercaba estaba cerrada con un candado. Estaba vacío, pero había indicios de trabajo reciente inacabado. Aquel lugar pertenecía al ayuntamiento y se nutría de la colaboración de los vecinos.

Lucas fue el primero en encaramarse a la verja y comenzar a escalarla. Iván le secundó, pero Simón tardó unos segundos en seguirles, leyendo la hoja colgada en la cancela, que hondeaba ligeramente por el viento que empezaba a levantarse. El color de la tinta de la misiva languidecía y Simón pensó en el tiempo que llevaría allí colgada. Las líneas advertían de la presencia de un merodeador exhibicionista por las inmediaciones, que al parecer había acechado a la mujer que había colgado aquella carta, provisto de una larga gabardina y un sombrero que le ocultaba el rostro. El mensaje era escueto y la descripción vaga, y Simón caviló en la dificultad que entrañaría para la policía darle caza. Salió de su ensimismamiento y escaló la verja. Lucas pisoteaba el trabajo de los vecinos e Iván manipulaba sin escrúpulos las herramientas de trabajo.

La noche ya se había cernido sobre el parque, y el silbido del último tren surcando las vías los arrancó de aquel acto de vandalismo. Jadeantes, se observaron los unos a los otros. Lucas fue el primero en reparar más allá de la verja. Su rostro se contrajo al descubrir que Sara no estaba al otro lado.

SINOPSIS

Lucas ha vivido atormentado y obsesionado desde que era un adolescente. Un día cualquiera se convierte en el principal sospechoso de la desaparición de una niña de catorce años. Iván, un padre desesperado, no dudó un instante en señalarle. Simón, que regresa al barrio de su infancia convertido en inspector de policía se ocupará del caso. El destino ha vuelto a cruzar sus vidas después de treinta años. El reencuentro será muy distinto a como lo hubieran imaginado. Un policía sin tapujos, un padre sin margen de maniobra y un sospechoso inescrutable. Parece que todos han olvidado que un día fueron adolescentes, amigos que crecieron juntos en el mismo colegio y que una tarde jugaban en un parque junto a las vías del tren en Madrid. Esa tarde Sara, la hermana de Lucas, los acompañaba, aunque ella no quería estar allí. Los muchachos se distrajeron en su afán por rebelarse contra el mundo que les oprimía, el tiempo suficiente para que al volver la vista atrás, Sara se hubiera esfumado. Y entonces fue demasiado tarde para comprender que apenas un instante puede marcar la diferencia.

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