El reloj marcaba las siete de la mañana, y el frío se colaba por las
rendijas del coche. Éramos cuatro extraños compartiendo trayecto hacia Madrid.
Yo, atrapada en pensamientos de un amor perdido, y ellos, cada cual en su
propio mundo.
El conductor intentaba romper el hielo con chistes que no siempre hacían reír, pero que lograban dibujar sonrisas tímidas en nuestros rostros. En el asiento delantero, una chica de mirada inquieta le seguía el juego; parecía que necesitaba el ruido para alejar sus propios silencios. Yo, en el asiento trasero, observaba en silencio, mientras que otro pasajero, a mi lado, mantenía los ojos fijos en la carretera, casi ausente.
La conversación fluía, y pronto se hizo evidente que todos compartíamos algo
más que el coche: estábamos en busca de algo, de alguien o, tal vez, de
nosotros mismos. La chica confesó que iba a visitar a su abuela enferma, a
quien no veía en años. El conductor narró cómo, tras años en el mismo trabajo,
había decidido dejarlo todo para dedicarse a algo que realmente le apasionaba:
la fotografía. El pasajero silencioso finalmente habló, diciendo que acababa de
despedirse de un ser querido, un perro que había sido su única compañía.
De pronto, el coche ya no era solo un medio de transporte; se había
convertido en un refugio compartido, un lugar donde cada uno dejaba sus penas
en el aire y las compartía con los demás. Al llegar a Madrid, nos despedimos
con un gesto formal y distante, sabiendo que, por un instante, habíamos sido
más que desconocidos: habíamos sido compañeros de viaje en el camino de la
vida.
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