20:00 PM, Juan, un estudiante de biología, volvía a casa en Blablacar de Córdoba a Fuente la Lancha. El conductor, Paco, era un hombre de bigote grueso y camisa abierta hasta el pecho, que hablaba con una mezcla de emoción y prisa. En el asiento trasero, una señora mayor, con gafas oscuras y rosario en mano, murmuraba oraciones en voz baja.
Justo antes de partir, llegó el último pasajero. Para sorpresa de Juan, era un cura. Con sotana negra, una gran cruz colgando al pecho y una maleta vieja de cuero, el hombre se acercó al coche.
—¿Está libre ese asiento? —preguntó el cura, señalando el asiento delantero con una sonrisa calmada.
—¡Por supuesto, padre! —dijo Paco, contento—. ¡Con usted a bordo, no nos pasará nada!
Arrancaron el coche, y todo parecía ir normal. Paco, siempre hablador, empezó a contar anécdotas de sus años como mecánico y cómo había arreglado coches con alambres y fe. Juan, desde el asiento trasero, intentaba aislarse con sus auriculares, pero la conversación entre el cura y el conductor era demasiado intrigante.
—¿Y usted, padre? ¿Qué le trae por estos caminos? —preguntó Paco.
—Voy a visitar a mi hermano —dijo el cura—, pero también llevo una imagen de la Virgen de Guía a la iglesia del pueblo. Me la ha pedido el párroco.
El frenazo de Paco fue tan brusco que casi sale despedido del asiento.
—¡La Virgen de Guía! —exclamó—. ¡Entonces hay que darnos prisa, no se puede hacer esperar a la Virgen!
Aceleró sin pensarlo dos veces. El coche empezó a tomar las curvas como si estuvieran en una competición de rally. La señora del rosario apretaba su cruz con fuerza, murmurando algo sobre San Cristóbal, y Juan, asustado, pensaba en si le quedaría mucho por vivir.
El cura, sin embargo, mantenía una sonrisa apacible en todo momento.
—Paco, tranquilo, no hace falta correr tanto —dijo el cura en voz baja, pero con autoridad—. La Virgen de Guía nos llevará a nuestro destino sin apuros, no necesitamos hacerlo volando.
Paco, algo nervioso, levantó el pie del acelerador.
Finalmente, llegaron a Fuente la Lancha sin ningún rasguño. El cura bajó con su maleta y les dijo con una sonrisa:
—Gracias por el viaje. Y, Paco, la Virgen estará muy agradecida… pero recuerda, no siempre hay que pisar el acelerador para llegar al cielo.
Paco rió, nervioso, y Juan suspiró aliviado.
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