«Tú atrás», me ordenó la señora Mercedes —nuestra casera—, mirándonos de reojo a mí y a mi compañero de asiento, un cuarentón tímido y patilargo que profirió un movimiento de cabeza por saludo, viéndome entrar en el coche. «Ya veréis lo cómodos y lo entretenidos que vamos a viajar», continuó hablando ella, con un guiño. «Manolo es un hacha al volante. Aparte de ser antiguo huésped y taxista, es como un hijo para mí». Tal avalancha de elogios no hizo sino aumentar mi escepticismo acerca de la conveniencia de haber aceptado sus recomendaciones de compartir vehículo hasta Barcelona con unos desconocidos. Pero la verdad es que esa casera nuestra se hacía querer sí o sí, con esa palabrería fresca y acogedora, desde el primer día que entré como limpiadora en la pensión que regentaba en la plaza del Fuerte, en Calatayud.

Intentando comprender el lío en el que me había metido, mientras trataba de acomodarme al lado de mi introvertido acompañante, percibiendo aquella alegre cháchara, nos pusimos en marcha. No sabría decir cuántos quilómetros habíamos recorrido cuando una música rumbera había inundado el interior del coche. «Borriquito como tú, que no sabes ni la u, tururú…»#bocadillo  Me detuve a observar a mi mudo acompañante. Parecía absorto en la contemplación del paisaje. Pero ¿qué estará mirando? Es solo un desierto, pensaba, mientras atravesábamos los Monegros. Él se dio cuenta y giró la cabeza, acompasándola al ritmo de la música. Al momento, una nueva canción empezó a sonar: «Sarandonga, nos vamos a comer…»#bocadillo Sonreí, divertida, contemplando a la señora Mercedes y a Manolo tarareando la alegre rumba. Entonces reparé en sus audífonos. «¡Claro, es sordo!», recordé, por lo comentado con la casera. Quise entablar conversación con él, pero ¿qué conversación? «¿Te gusta la rumba?», me preguntó, acercándome el móvil con un mensaje de texto. Alcé la vista intentando reprimir una sonrisa. «Pero ¿cómo…?», me encogí de hombros. «Son varios viajes ya…» —confeso él, posando su mano en el altavoz trasero del coche.

Para cuando llegamos a Lérida, ya sabía que él era huérfano y que su esposa lo había abandonado para poder volver a sentirse viva entre aquel mundo ruidoso que había dejado atrás por “amor”, mientras yo le mostraba algunas cicatrices que mi antiguo “amor” me había regalado por las partes más visibles de mi cuerpo.

Entrando a Barcelona, me encontré tarareando «contigo me voy»#bocadillo, atrapada en su mirada.

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