Durante seis horas, tu hermano no apartó la vista del celular, tu madre roncó con el descaro de un ebrio, y tu padre, con los brazos rígidos sobre el volante, se negó una y otra vez a detenerse, impidiéndome aliviar la vejiga.

Me habías dicho: “Iré el lunes. Adelántate y aprovecha el fin de semana viajando con ellos. Será como un viaje en BlaBlaCar: después de todo, aún no los conoces”.

Tiempo después comprendí que tu propuesta no había sido inocente: necesitabas saber si yo aprobaría a tu familia tal cual era, y eso influiría en que tú hicieras lo mismo conmigo.

Lo que no previste es que, en un instante de descuido, mi vejiga marcaría un límite; que tu hermano, sobresaltado por la humedad repentina bajo su cuerpo, arrojaría el móvil; que, al rebotar contra el techo del auto, el teléfono golpearía el cráneo de tu madre; y que, en su repentino espasmo, ella provocaría el volantazo de tu papá.

Es bueno saber que, a pesar de mis secuelas ―bastante llevaderas, ¿no es cierto?―, después de un año todos estamos bien y tu familia nos espera en la costa.

Has sido consecuente: me aceptas tal cual soy.

Viajar en un «coche compartido» puede cambiar la forma en que vemos a los demás, especialmente cuando se trata de manejar las pequeñas crisis que pueden surgir. Pero, sobre todo, cambia cómo nos percibimos a nosotros mismos. Al fin de cuentas, aceptar las singularidades ―ajenas y propias― es parte del viaje, ¿no?

Ahora, amor, disminuye la velocidad, que debo coger la chata del asiento trasero: sabes que cada quince minutos debo hacer lo mío.




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