Relatos del Samurai Errante

Relatos del Samurai Errante

1.Duelo bajo el sol naciente.

Japón, 1572. 3er año de la era Genki.

Él lucharía con la espada por sus ideales y ella debía llorar su muerte si llegaba el momento, ese era el trato

El sol despuntó aquel amanecer sin tener conocimiento de la refriega que ocurriría a sus pies. No sería una batalla que recordaría la historia, pero sí la contarían durante generaciones, aquellos que tuvieron la oportunidad de presenciar el digno combate que, sería relatado de padres a hijos como el día en que el samurái sin nombre venció a Joshida Goara, no con una espada, sino con una historia.

El guerrero sin nombre caminaba con paso firme por el descampado frente al mercado del pueblo, a las afueras de Edo[1]. Avanzaba sin miedo, con su kimono amarillo, hacia el grupo llamado los seis asesinos. Aquellos hombres aterrorizaban al poblado, se habían aprovechado de los tiempos de guerra para enriquecerse a costa de aquellos que no podían defenderse por sí solos. Y pobre del que se negara a satisfacer sus caprichos. Había ejemplos de las consecuencias en cada rincón. Casas quemadas, negocios destrozados, mujeres violadas, mutiladas y asesinadas, por plantar cara al clan que, paradójicamente sólo estaba formado por cinco hombres.

[1]Edo: Nombre antiguo del actual Tokio.

Los cinco vieron como su rival se detenía frente a ellos con intención de vencerlos. Los hombres no pudieron contener sus risas, ante la mirada expectante de los temerosos pueblerinos que pasaban por allí. Ante aquel divertido desafío Joshida Goara, el líder de los seis asesinos, ordenó que se dividieran y le permitieran la oportunidad de defenderse uno por uno.

El samurái estudió al primero de sus oponentes. El hombre era más alto que él y tenía los brazos largos, lo cual le daba ventaja en distancia. Llevaba una katana[2] de ochenticinco centímetros, desenvainada en la mano. Su pose era de absoluta confianza, con el sable arrastrando por el suelo. El ruido que hacía la hoja al rascar la tierra pretendía ser intimidatorio. El guerrero cerró los ojos y recordó a la mujer que lo esperaba y a sus dulces caricias mientras le pedía que no fuese a la guerra. Ella le había enseñado la paciencia, la calma y la lógica. “Los árboles grandes se desploman ante la tormenta, los chicos se doblan junto a ella —le había dicho.” El asesino se aproximó a él con la katana levantada sobre su cabeza. El mandoble fue potente, descargando todo su peso sobre él, pero el guerrero había hincado una rodilla en tierra, y había sacado de su kimono un pequeño wakizashi[3], con el que pudo detener el golpe usando una sola mano, mientras que con la otra retenía el mango de la espada de su atacante. Empujando con su pequeña hoja, giró la katana y en un solo movimiento desgarró a su enemigo con su propia arma. Ya quedaban cuatro.

[2] Katana: Espada japonesa con hoja curvada y filo a un solo lado.

[3] Wakizashi: Es un sable corto con una longitud de entre 30 y 60 centímetros.

Se puso de nuevo en pie, mientras sus oponentes se reagrupaban sorprendidos. Tiró el arma del muerto junto a su cuerpo y siguió adelante. Su siguiente adversario se retiró hacia atrás, uniéndose al que debió ser el tercero. Así pues, su próximo combate sería de dos contra uno. No le parecía honorable una batalla tan desigual, él sabía que ellos no tenían ninguna posibilidad. Los dos hombres corrieron hacia él, sables en mano, y cuando le dieron alcance, él avanzó y se agachó al mismo tiempo, pasando entre ambos como si del arco de una puerta se tratase. El moño en el que llevaba atado su pelo apenas se agitó con el viento. Metió sus manos en el interior de su haori[4], en una sostuvo el mango de su katana y con la otra la saya[5]. Mientras se daba la vuelta recordó un momento del pasado en el que, la mujer que lo esperaba curaba algunas de sus innumerables heridas. Él le preguntaba cómo podía ser tan buena aliviando su dolor, a lo que ella contestaba. “Sólo tengo mis manos; pero tengo dos y pueden ser como dos guerreros”. Cuando volvieron a atacarlo se defendió de uno con la vaina, mientras atravesaba al otro con el acero. Cuando la lucha se convirtió en un uno contra uno, su enemigo no pudo más que morir. Sólo quedaban dos.

[4] Haori: Chaqueta holgada que se usa por encima del kimono.

[5] Saya: Vaina de la katana.

El cuarto asesino, delgado y potente, tenía la fama de ser la espada más rápida de cuantas hubiere. Sin darle tiempo a respirar después de acabar con el tercero, su enemigo se lanzó contra él, para aprovechar su baja defensa. Apenas si pudo defenderse del rápido envite que realizó el atacante con su shirasaya[6]. Cuando logró apartarse, sintió la sangre correr por su pierna. Volvió a pensar en su amada y en la última vez que la había visto. Recordó la discusión que tuvieron ante su inminente partida y las palabras de ella. “Tú crees que eres fuerte, y que yo soy débil por temer por tu vida; pero yo soy más fuerte, pues debo aguantar mis miedos y vivir con ellos. Yo debo convertir mi debilidad en mi fortaleza —fueron las últimas palabras de ella antes de marchar.”

[6] Shirasaya: Tipo de katana que carece de guardamano o protector, dentro de la saya parece una sola pieza.

El asesino observó y estudió al samurái sin nombre. La postura del desconocido era firme. Su mano izquierda sostenía la vaina y la derecha el mango de la katana, una postura específicamente creada para un ataque de gran velocidad; pero que sólo servia una vez, ya que acabado el despliegue se perdía toda la potencia y se era una presa fácil. El asesino decidió tomar la misma postura. Era cuestión de rapidez, el más veloz acabaría con el otro. Él era más rápido, pero además había notado un punto débil en la postura del guerrero. Su costado derecho quedaba desprotegido ante un ataque. Cuando soltaron el sablazo, el asesino fue más veloz, logrando dar una tajada importante a su rival.

Las ropas del samurái estaban desgarradas, su sangre bañaba las piedras del suelo y junto a ellas una mano cortada, pues sus heridas no habían sido en vano. Si dejó desprotegida su derecha, era para que el enemigo atacara justo allí, mientras él cambiaba su postura, y la convertía en un movimiento que aprovechó la falta de guardamano de la katana para rebanar el puño de su oponente. El guerrero sin nombre sabía que nunca podría atacar con tal velocidad, así que convirtió su debilidad en una trampa. Los gritos de dolor del asesino fueron acallados con el silencioso filo del acero. Sólo quedaba uno.

Se miraron fijamente bajo el sol, y mientras el sudor corría por sus frentes, en sus ojos se libraban todas las batallas posibles y se sopesaba cada probable final.

—La guerra ha terminado, samurái —dijo Joshida Goara al fin—. Empiezan tiempos de paz. Vuelve a casa, soldado, como haré yo, con todo lo que hayas podido ganar durante la batalla. Deja ya de pelear. Deja ya tu katana.

—No necesito una katana para vencerte.

—¿No necesitas una katana para vencerme? Ja, ja, ja —se burló—. Yo soy más grande y fuerte que Kaito, tu primer adversario. Soy más rápido que Anakashy, tu último oponente. Tú estás herido y agotado, casi con un pie en la tumba. Ni siquiera eres el mejor guerrero que he visto luchar, ni al que he matado. No puedes contra mí, ni con tu katana ni con nada.

—No necesito tocarte con mi katana, porque tengo una historia. Voy a contártela, y después tú, Joshida Goara, vas a morir.

—Pues cuenta tu historia, samurái, y veamos qué tan mortal es.

—La historia que has de conocer es sobre un guerrero. Este guerrero no era el mejor guerrero, no era el más sanguinario, ni el más brutal; pero cuando luchaba lo hacía con valor.

»Cada vez que la batalla terminaba el guerrero, que no era el mejor guerrero, regresaba a su hogar, donde siempre lo estaban esperando.

»Y esto me lleva a una pregunta. ¿Sabes por qué no era el mejor guerrero?
—Joshida Goara no supo responder.

»Durante la batalla no era el más brutal, ni tampoco el más sanguinario, ni el más arriesgado de los guerreros, pues le tenía miedo a la muerte. Y le temía porque tenía mucho que perder.

»Pero llegó el día en que el guerrero regresó a su hogar y ya nadie lo estaba esperando. Su casa había ardido en llamas y la mujer que lo esperaba había sido violada y asesinada por gente sin honor.

Joshida Goara dio un paso atrás y su seguridad dejó de ser tal.

—El guerrero ya no tenía nada que perder. ¿Y sabes qué pasa con un guerrero cuando ya no tiene nada que perder?

»Deja de temerle a la muerte, y cuando eso pasa, ya no es un guerrero, es un monstruo, es imparable.

»Tenían un trato, él lucharía con la espada por sus ideales y ella debía llorar su muerte si llegaba el momento. No al revés.

—Tú… —fue la única palabra de Goara antes del ataque.

El guerrero corrió como un rayo mientras Joshida atacaba con toda su fuerza y velocidad. Con su katana en una mano, el samurái detuvo el golpe y siguió corriendo, dejando al gigante atrás. El viento corrió y el cabello del guerrero desconocido se agitó con él, libre del moño que lo sujetaba.

—Tú… Yo conozco tu nombre…

—No tengo nombre, no tengo espada, sólo una historia y una venganza.

Todos los allí presentes vieron el cuerpo de Joshida Goara desplomarse sin haber recibido un solo corte por parte del samurái. Vieron como el guerrero se acercó a susurrarle algo antes de que perdiera la vida. Lo vieron los viejos y los jóvenes. Lo vio un niño y su madre. Lo presenció un hombre de ropas verdes y una mujer de ojos grises. Lo que nadie pudo ver en el rápido ataque, fue como el desconocido se desprendía la aguja impregnada de veneno que sostenía su pelo, y con ella realizaba un pequeño rasguño, casi imperceptible, al asesino. Para los testigos la promesa realizada por el guerrero sin nombre se había cumplido, su historia había asesinado a Goara y les había liberado de su opresión. Y así fue contado el relato durante mucho, mucho tiempo.

En cuanto al guerrero sin nombre. Él sabía que debía seguir su camino, sus heridas físicas sanarían, sus ropas serían remendadas, su katana sería pulida y afilada. A sus oídos había llegado el rumor de que, en un poblado cercano azotaba la mano implacable del clan mafioso Kutami. Ya tenía un nuevo lugar en el que contar su historia. Habría un asesino más que creería saber su nombre, como tantos otros antes. Siguió adelante, bajo el sol, a la espera de poder reunirse un día con su amada.

Él lloraría su muerte con la katana y lágrimas de sangre y ella lo estaría esperando ansiosa desde el otro lado, ese era el nuevo trato.


Sinopsis:

¿Quién fue ese hombre que caminaba entre las sombras. Aquel que se abrió paso dejando un rastro de sangre bajo a sus pies?

El guerrero que tiempo atrás abandonó su nombre.

El samurái que muy lejos pretendió olvidar su vida.

El hombre que se convirtió en leyenda por un susurro.

Este mito está compuesto por un puzle de relatos, que hacen encajar la tragedia y el dolor con la furia y la venganza de un hombre que, lo último que deseaba era ser recordado. Sin embargo la casualidad no permitirá que semejante lucha caiga en el olvido.

En 1985 se encontró una tumba en las cercanías de lo que fue el Castillo Azuchi, en la provincia de Omi, Japón. En el interior no se halló ningún cuerpo, sólo el fragmento de un poema. Ese poema me inspiró a escribir las historias del samurái sin nombre. Esta es la traducción al español desde el japonés.

“Errante samurái, vagabundo caballero,

quieres saciar el fuego impío de tu alma.

Nunca buscaste ni la fama, ni el dinero.

Te alimentaste todo el camino de venganza.”

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