Se llamaba Justa pero su vida no lo fue. Nunca pudo huir de ese pueblo alejado de la sinfonía de los cláxones. Aquella mujer lavaba su cara con lágrimas de bondad y especiaba los guisos para su nieto, el risueño Gabriel, con cucharadas de amor incondicional. Hidrataba su cuerpo borrando cualquier atisbo de miedo a lo desconocido. Le cosía alas con mimo y pulcritud, eran tapicería de cuero. Quiso brindarle esas cuatro ruedas que anhelaba aunque nunca tuvo, nostálgica por una libertad que no conoció. Y así, sembró en él, una pátina de inconformismo. Por eso se distraía en los retrovisores; no por vanidad, quería verse por dentro.
Aquel 15 de agosto Gabriel disfrutaba riendo sobre el capó de aquel coche. El motor rugía bajo sus pies, recordándole que la vida seguía en movimiento. Sabía que su Polo Harlekin necesitaba mantenimiento y que su tuerta mirada dificultaría el camino de vuelta. Le daba igual, Carla era la copiloto perfecta. Esa mujer que cuyo sino no iba a ser más que el de aliviar su cartera en un viaje meses antes, había llenado los silencios de comodidad y le había atado a la complicidad de las pequeñas cosas. Su amor era a prueba de choques y baches. Esa chica tenía el verano en los ojos y los surcos de sus labios se habían convertido en su puesta de sol favorita; ni siquiera el sol de Tarifa podía competir con ella. Tenían un destino común. Querían conducir hasta el horizonte y, quien sueña con el éxito no puede hacer paradas de seguridad. Eran trapecistas sin red: a la pata coja y en la cuerda floja.
Aquel 15 de agosto Justa sonrió para sí misma. Una amalgama de sueños de amor con ruido como las latas anunciando bodas, canciones de amor de carretera y kilómetros compartidos que conformaban la eterna lista de sueños olvidados, como botones en el fondo de un cajón, acudirían por última vez a su conciencia. Como acariciando las pupilas de aquel alma en ayunas. Como espejismos. Como dádiva a ese alma incansable. Como si el destino supiese que segundos después, un atasco al que los médicos llamaron trombo, rompería su caja de cambios para no arrancar nunca más.
Así es el camino.
Calles cortadas y carreteras sin asfaltar. Sucedió en un coche, y en ninguno.
A mis abuelas, por ponerme sueños para desayunar.
OPINIONES Y COMENTARIOS