Aquella mañana se levantó nervioso. El reloj avanzaba con la lentitud pesada de la incertidumbre. Faltaban dos horas para recogerla en la estación Norte. 

No se conocían más allá de un puñado de palabras que intercambiaron antes de decidir compartir trayecto. No le ocultó nada. Ella sabía perfectamente en qué aventura se adentraba. Resultó ser una mujer atrevida, le entusiasmaba la idea de una historia a lo Thelma & Louise. Lo aceptó todo: Un Ford Fiesta del 96 que carecía de aire acondicionado. De radio. De encanto. Solo él y ella. Ella y él. Y la promesa incierta de seis horas de viaje compartidas.

No tardaron en entablar conversación y entretenerse el uno al otro. Que si estaba harta del vecino que gritaba por las noches. Que si películas. ​​Que si le gustaba más Fresa que Chocolate, o algo así, pero que no soportaba cómo acabó marchándose de Cuba, a lo que él respondió que le gustaba más la vainilla, y que la de Cuba no la había probado, pero que seguro estaba buenísima.

Todo fluía. A medio camino, un olor extraño pero inconfundible invadió el interior del coche. Él siguió conduciendo. Ella siguió hablando. Pero el hedor persistía, cada vez con más fuerza. Bajo el hechizo de la desconfianza y la vergüenza, ninguno se atrevió a decir nada, aunque ambos culpaban en silencio al otro.

La incógnita sobre el verdadero culpable se despejó cuando el coche empezó a perder velocidad hasta quedar inmóvil en plena autovía. Al abrir el capó del Fiesta, una nube con olor a huevos podridos los golpeó en las narices. Treinta y ocho grados y un sol implacable no acompañaban la situación, pero al menos descubrieron que el culpable de la terrible pestilencia no era ninguno de los dos. Qué alivio. Se había sobrecargado la batería, causando que los líquidos de la misma hirvieran y expulsaran esos gases.

Aprovechando la pendiente, logró arrancar el coche en segunda marcha, avanzando unos cinco kilómetros hasta llegar al pueblo más cercano. Allí, encontraron un taller destartalado, atendido por un joven que apenas había dejado atrás la adolescencia. El coche estaría listo la mañana siguiente.

El muchacho les indicó una posada no muy lejos. Anduvieron cuatro kilómetros. Al llegar, la posadera les recibió con una mirada inquisitiva.

—¿Una o dos habitaciones? —preguntó. Sus miradas se encontraron en silencio.

—Habitación 33, segunda planta, a la derecha —añadió la posadera.

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