Subí al carro y, las cortesías de siempre, se las despaché al conductor como si fueran las pelusas de mi abrigo. «¿Adónde?», «Al aeropuerto». Me quedé viendo por la ventana mordiéndome las uñas y revolviendo mi cabello. Me volví al retrovisor sin pensar; me encontré con la mirada fruncida del conductor. Tras un par de segundos con nuestros ojos anclados, que se sintieron como siglos, volví a la ventana.
–¿Pues qué tienes muchacho? –inquirió el conductor levantando la ceja.
–¿Disculpe?
–Pareces nervioso…
Dejé escapar una risa baja y ansiosa; agaché la cabeza, torcí la boca, respiré hondo.
–Un poco –le respondí sin levantar la vista.
–Reconozco en tus ojos un terror muy particular, desconcierto, psicosis… ¡te vas a casar!
–…mañana…, o eso se supone –me encogí de hombros–. Déjeme en la terminal «A», por favor.
– ¿Adónde viajarás?
–Me voy lo más lejos posible.
–Entiendo. Te contaré algo: un día un discípulo de Sócrates se acercó a él y le preguntó si, ya que quería dedicarse a la filosofía, si le convenía casarse o quedarse soltero. El maestro, ¡sin siquiera mirarlo para ver de quién se trataba!, le contestó: «bueno, no importa lo que te conteste, hagas lo que hagas, te vas a arrepentir».
Unos minutos y el carro se detuvo. Bajé. Me quedé congelado frente a las puertas automáticas de la terminal. Luego miré el suelo. Aunque pasaron algunos minutos, «Sócrates» no se había ido. Ahí estaba, recostado en su asiento, con la ventana del copiloto abajo.
Al día siguiente, estaba, mesa por mesa, agredeciendo a mi familia y amigos su presencia en este día tan especial para para mí. Llegué a la mesa donde estaba «Sócrates», besé la mejilla de su «Jantipa»; se puso de pie y me felicitó.
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