Madrid-Alicante: cuatro horas y siete minutos. Tres chicos y yo. Con un poco de suerte se pondrán a hablar de fútbol, videojuegos o de la forma de coger las mejores cogorzas. Tendría una buena disculpa para permanecer callada. La obligación de hablar es mi mayor aversión cada vez que comparto coche. No es que no me guste hablar. Al contrario, mi verborrea es legendaria. Es la obligación la que me da alergia. Odio la exigencia de participar en conversaciones soporíferas.
Al principio siguieron mi guion como si lo hubiéramos pactado con anterioridad. Podía encerrarme en mi concha y aislarme sin decir ni una sola palabra. Sin embargo, poco después, empezaron a hablar de filosofía, poesía, cine e infinidad de temas que me interesaban. Hilaban los pensamientos con una facilidad asombrosa. Intentaba participar, pero la rapidez con la que pasaban de una conversación a otra daba vértigo. Era increíble. Mi vanidad empezó a aullar dentro de mí. A mí no me importaba alardear de mis conocimientos. No. Lo que quería era apaciguarla a ella que se agitaba y retorcía en mi cuerpo con espasmos difíciles de controlar. La muy imbécil quería presumir de conocer a los filósofos de los que habían hablado, de haber leído las sagas islandesas o de conocer de memoria la poesía de Wisława Szymborska. Pero no había manera de introducir una sola palabra.
De repente, cuando faltaba una hora para llegar, el conductor me miró por el espejo retrovisor y me dijo: “Y tú, ¿no cuentas nada?”.
Era mi momento. “Esta mañana intenté suicidarme”.
Lo solté como si fuera una bomba de racimo, segura de los efectos devastadores que iba a provocar. No tendrían más remedio que prestarme atención y entonces, como quien no quiere la cosa, podría deslizar todos los conocimientos que mi vanidad me empujaba a expresar y que, desafortunadamente, no me habían permitido.
“¡El suicidio!”. Vi de nuevo la mirada del conductor en el retrovisor. “¡Qué tema más bueno de conversación!”, añadió. Y comenzaron a hacer un repaso exhaustivo de las personas famosas que se habían suicidado, sus cartas de despedida, los mejores métodos para llevarlo a cabo, los porcentajes por edades y sexo…
Faltan diez minutos para llegar y siguen enredados en Mishima, y el concepto del honor en Japón. Imposible meter baza.
¡Qué egoístas son los hombres! ¡No la dejan hablar a una!
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