Magnolia
Aldebran J. Graciel.
El ¡riiin, riiin! de la alarma, indicó la hora… Cerré el libro, y conduje. Me detuve a pocos metros de la entrada, frente al Teatro Cervantes (punto de reunión marcado en BlaBlaCar). —Espero que el somnífero funcione. —murmuré, observándole fijamente.
La dama de apariencia sofisticada, caminaba gallarda a mi encuentro desde la librería. Vestía una falda lápiz de terciopelo rojo vino, con una blusa blanca impecable, y stilettos de suela roja.
—¿Sr. Alexander Monarc?… —preguntó al inclinarse ante la ventanilla.
—Srta. Martorell, ¡hola! Sí, soy Alexander. —respondí conforme bajaba del automóvil para abrirle la puerta.
—Parece que tendremos una noche otoñal álgida y lluviosa. —comenté.
―¿Solo ha traído eso ―le señalé su bolso― para el viaje?
―Sí, por desgracia, he olvidado mi gabardina en casa.
La señorita Martorell Colchero, regresaba a Cdad. Madrid, después de promocionar su novela. Y yo, para encontrarme con mi pequeña hija; pasaríamos juntos nuestras primeras vacaciones, después del… divorcio.
Antonella Martorell, era una autora culta, con anteojos cálidos y una silueta corporal exquisita. Es una de esas mujeres que no llevan labial en sus labios, ni rubor en sus mejillas. Francamente, no lo necesitaba.
—Mmm… Déjame ver si entendí, Alexander: no bebes, no fumas, evitas las fiestas, odias el fútbol; «¿aburrido…?», creo, debe ser tu segundo apellido.
—Ja, ja, ja. Lo sé… ¿Té?
—Sí, ¡gracias!
—Antonella, ese ademán que has hecho; tu pulgar… sobre las gafas, ¿qué significa?
—Lo has notado —sonrío…, y prosiguió—: Es un pequeño ritual que tengo desde niña, para protegerme de la oscuridad de la noche —se descalzó discretamente—. Es tonto, lo sé, pero me tranquiliza.
La llovizna pausaba la conversación; empero, las miradas de reojo, buscaban por sí mismas las respuestas.
Antonella me recordaba sobremanera a la flor de la magnolia: solitaria, con una hermosa piel blanca, de aroma intenso y agradable, y exuberante belleza.
Tuve la certeza de que los cuatrocientos kilómetros, no bastarían para conocerle. Más en el kilómetro 337, el destino…, nos atraparía.
—¡¡¡Aaaah!!! ¡¡¡ALEXANDER!!! —gritó, y de un brinco terminó sobre mis piernas, escondiéndose en mi pecho completamente asustada.
—¡Cuidado! ¡¡¡ANTONELLA!!!… ¡¿Qué te sucede?! —le pregunté con el pulso embravecido, después de haber salido abruptamente de la carretera.
—¡Algo me tocó la pantorrilla!
—Antonella, ¿pero qué dices?
—¡Algo debajo del asiento!
—Tranquila, es inofensiva. Es el obsequio para Johanna —expliqué, y añadí—: Es una cachorrita Samoyedo, ha despertado.
—¡¿En verdad?!… ¡Aww…, esta preciosa! —la llevó a su pecho, conforme el esplendor de sus bellísimos ojos españoles se duplicaba—. ¿Cómo se llama?…
—«Magnolia»…
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