Más temprano había dejado su bicicleta en el estacionamiento de la terminal de buses.
Ella llegaba a buscarlo a la misma hora y al mismo lugar todos los días.
— «¡Hola! ¿Qué tal?»
Los dos vivían en las afueras de la ciudad y trabajaban en el centro de la capital. En su zona de residencia, el transporte colectivo no era eficiente y los viajes en coche particular resultaban carísimos por el precio del combustible. Así que, registrarse en Blablacar fue la gran solución que les permitió abaratar costos y reducir los tiempos de viaje.
A la ida, ella siempre tenía asientos disponibles que ocupaban una, dos y hasta tres personas.
Pero a la tarde y aunque él tenía su propio coche, prefería siempre regresar en «su» Blablacar. Quería volver con ella. Y ella con él. Así que ese asiento lo dejó disponible para «su» pasajero.
Él se acomodaba en el asiento de atrás. Ella trataba que su imagen cuadrara bien en el espejo retrovisor para que él pudiera observar cada detalle. Se vestía para él. Se maquillaba para él. Se perfumaba para él. Olía el mismo inconfundible y exquisito aroma que estaba impregnado en el tapizado del coche desde hacía ya mucho tiempo. Quería verse joven y bonita como lo había sido siempre, como antes, cuando él la conoció.
Hacían el mismo recorrido desde la ciudad durante casi una hora.
Cruzaba la avenida y bordeaba despacito la calle lateral. Paraba en los semáforos y respetaba el cruce de los peatones. Entonces buscaba sus ojos en el espejo y… continuaba.
A veces hacía frío, otras demasiado calor. Algunos días llovía. Avanzaba hacia su destino pegada a él como un imán.
No hablaban ni una palabra. Viajaban en silencio. Preferían imaginar, soñar, recordar. Él con ella y ella con él.
Ella hubiera querido hacerle mil preguntas para saber más de él. Pero a él eso le hubiera molestado. Nunca le gustó que invadieran su intimidad. Así que se conformaba con mirarlo y observar cada uno de sus gestos, de sus movimientos, como si lo que pasaba afuera no importara.
Cuando llegaban al estacionamiento, él se bajaba y ella abría su puerta para despedirlo. Se sentía tranquila. Volvía a sonreír y le decía:
— «Hasta mañana, hijo».
Él le respondía con un beso:
— «Que descanses, mamá. Cuídate mucho».
Se subía a su bicicleta y continuaba solo su viaje.
Ambos eran felices…respiraban aire puro… siempre en silencio.
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