Llegó diez minutos tardes, pero llegó. Entré en el coche, la música de la Húngara me envolvió y había un perro sentado en el asiento detrás. Cuando escuché a la Húngara tenía que haberme bajado, pero no lo hice. El conductor, Jonathan, luciendo un precioso chándal blanco y una gorra, me informó de que llevaba a su amigo por seguridad, que no me preocupara, que una vez tuvo un problema con un pasajero y no pensaba tenerlo más. Era uno de esos perros que tienen la mirada de Mike Tyson y es todo cabeza y boca, una especie de rape terrestre, el típico perro que suele acompañar a personas que no parecen ser abogados, médicos o arquitectos. Seguro que son animales muy cariñosos, pero yo entré en el coche y me coloqué al otro extremo del asiento para que supiera quien mandaba ahí, él. Jonathan no parecía mal tipo, pero repetía demasiado la palabra “bro” y no paró de liarse porros desde que salimos, y eso que para realizarlos uno necesita las manos, unas que deben ir en el volante. Yo estaba acojonado, pero más lo estaba la copiloto, una chica alemana que no entendía nada de español y me miraba por el espejo retrovisor como pidiéndome una explicación de lo que estaba pasando, una explicación que yo no podía ofrecerle ni en mi idioma, simplemente, porque no existía.
Yo no fumo canutos, pero sí que tengo la extraña costumbre de respirar cada pocos segundos, y tan solo por cercanía empecé a sentirme raro, como bien, como que el mundo era un lugar mejor y todo me importaba una mierda, incluso que fuera camino a coger un avión que no quería coger, un avión que me alejaba de los míos por tiempo indefinido. Me sentía tan bien, que casi le acaricio la cabeza al perro, pero aun estando “raro” el sentido común tenía el control y hacía lo posible por mantenerme con vida. De todas formas, sí que lo miré un par de veces directamente a los ojos, incluso le sonreí un poquito, quería caerle bien, pero su mirada era la de un ser que te dice sin palabras, «Tócame y te amputo los brazos». Y así llegamos a Málaga, la chica se bajó y se fue sin decir adiós, yo me despedí del «bro» con un abrazo, pero cuando dejé de estar raro le puse una mala reseña.
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