Íbamos en el coche, los mismos tres de siempre. Raúl al volante, concentrado pero con la típica sonrisa que tiene cuando se siente libre. Lucía, en el asiento de copiloto, no paraba de hablar de su nuevo novio, con esa emoción desenfrenada que siempre tiene cuando se enamora (lo cual pasa cada verano). Yo, en la parte trasera, miraba el paisaje cambiar de Madrid a Santiago, buscando algo de paz.
Este verano ha sido raro. Raúl consiguió un trabajo a medio tiempo y parece más responsable. Lucía sigue siendo Lucía, y yo… bueno, estoy aquí, intentando no pensar en que casi tengo 27 y me siento más perdida que nunca.
Sin pensarlo demasiado, dije: “¿No creen que ya no somos los tres chavales de siempre? Los que pasaban los veranos en la casa de la abuela Chelo, haciendo guerras de agua y quedándonos despiertos para ver las estrellas?”.
Lucía respondió: “Todo va a pasar. Lo mejor está por venir”.
Nos quedamos en silencio por un rato, y “Another Day” de Paul McCartney empezó a sonar en la radio. Algo en la canción me hizo sentir nostálgica, como si esos veranos en la casa de la abuela estuvieran más lejos de lo que realmente están. Pero mientras miraba el paisaje, algo dentro de mí se calmó. La carretera tenía esa magia que solo los viajes largos te dan, como si el movimiento del coche pudiera ordenar tus pensamientos.
Paramos en una gasolinera.
«Ya no somos los mismos de antes, ¿verdad?», dije cuando nos reunimos de nuevo, cada uno con sus provisiones ridículas (yo con unas patatas, Raúl con un Red Bull y Lucía con, por supuesto, agua de coco).
Raúl, serio dijo: “Quizá este sea el último verano como los de antes, pero eso no cambia nada. Seguimos siendo nosotros, aunque ya no estamos jugando a ser adultos; ahora lo somos de verdad”.
Raúl se subió al coche, dio un trago a su Red Bull y, con una sonrisa traviesa, dijo: “A ver si este viaje nos da superpoderes”. Lucía, siempre optimista, añadió: “¡A por Santiago!”.
Yo solo reí, porque, en el fondo, aunque las cosas cambien, aunque crezcamos, hay algo que nunca cambia: las risas tontas, los chistes malos, y esa sensación de que, con los amigos adecuados, todo va a salir bien.
Arrancamos de nuevo, el camino seguía, y por un momento, me di cuenta de que no estábamos tan perdidos como pensaba. ¡Santiago nos esperaba!.
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