El Ford rugía más de lo habitual tratando de seguir la huella en la humedad de la arena. Había que hacer los 120 kilómetros antes de la pleamar, lo que se aseguraba llegando a la frontera antes del amanecer. El cansancio de dos semana de viaje no opacaba la alegría por lo vivido. Ninguno de los cuatro lo había siquiera imaginado, pero lo que había iniciado como una escapada de cuatro jóvenes casi desconocidos a Punta del Este, terminó siendo la experiencia de sus vidas. Porque un viaje que inicialmente había sido un ida y vuelta por conveniencia en el auto del padre de uno de ellos, terminó siendo algo que los marcó para siempre.

– ¿Y si seguimos hasta Porto Alegre? – había dicho Juan, el chofer y único que sabía lo de llegar por la costa.

La tentación que les había provocado en el surtidor de combustible el titular de un periódico matinal recién llegado desde Montevideo, los había llevado antes de llegar a destino, a aventurarse a una odisea sin mucho sentido. Porque por más que traspasaran la frontera y se adentraran algunos cientos de kilómetros en Brasil, las noticias de otro periódico, ahora en portugués, sería lo más cercano a lo que probablemente llegarían. Y eso siempre que lograran completar el tramo del viaje que por causa de la construcción de la nueva carretera, debían hacer por la orilla del mar.

Los resultados se siguieron dando, y cuando quisieron acordar estaban en San Pablo a dos días de la final. Ninguno dudó en aceptar la generosa propuesta del más acaudalado del grupo, y sin pensarlo mucho subieron a un avión rumbo a Río de Janeiro.

Ese 16 de julio que marcó al mundo del fútbol, los tuvo como cuatro de doscientos mil silenciosos espectadores de una de las mayores hazañas deportivas de la historia. Sin buscarlo, ese viaje compartido en el Ford del ’47 del padre de uno de ellos, terminó hermanándolos para siempre. Al menos eso es lo que veinte años después nos contaba Armando, uno de ellos y padre de un amigo de infancia en mis veranos de Las Toscas.

A tu salud Armando !!!

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