Era un fresco día de octubre en Cantabria, cuando Jaime, joven de Reinosa y soñador de paisajes, buscó un viaje que lo llevara a la Feria de la Castaña en La Hermida.
Poco después, un viejo Renault azul se detuvo con un murmullo familiar. Al volante estaba Clara, una joven de ojos brillantes que reflejaban los secretos de la naturaleza. En el asiento trasero, un hombre mayor, con su barba canosa y un gorro de paja, sonreía.
“¿Listos para la aventura?”, preguntó Clara, mientras el motor ronroneaba como un gato perezoso.
Mientras avanzaban, Clara comenzó a tejer relatos de su tierra. Habló de los cernícalos, criaturas mitológicas que danzan entre los límites de lo real y lo mágico. “Si uno se posa cerca, es un augurio de buena suerte”
Don Ramón, el anciano del gorro, escuchaba con la atención de quien ha vivido mil vidas. “En mi juventud, vi a uno”, dijo con voz profunda, como si cada palabra flotara en el aire. “Se posó sobre un roble y me habló del viento y las estrellas.”
Al llegar a un claro donde los árboles se abrazaban al cielo, Clara detuvo el coche. “Mira, allí”, dijo, señalando con la mano. Algo surcaba el aire, sus alas desplegadas como un poema de libertad. Don Ramón sonrió, como si el ave hubiera traído consigo un susurro de su pasado.
Clara propuso que le hablaran. “Quizás nos escuche”, sugirió, y tras bajar los vidrios del viejo Renault gritaron al unísono “¡Cernícalo, siguenos!”
Al abrir los ojos, ya no estaba, pero en el suelo, un pequeño amuleto con forma de ave brillaba débilmente, como un eco de promesas. “Un regalo”, dijo Don Ramón, su voz llena de solemnidad. “Los cernícalos cuidan de quienes tienen fe.”
Regresaron al coche con el corazón palpitante, la atmósfera cargada de una energía que parecía suspendida en el tiempo. Al llegar a La Hermida, la feria estalló en un despliegue de luces y risas.
Cuando la noche cubrió el cielo con su manto estrellado, se sentaron en un banco, observando las llamas de la hoguera danzar. Clara, con el amuleto en la mano, dijo: “Esto nos unió hoy, como el cernícalo une el cielo y la tierra”.
Pedro comprendió que aquel viaje no solo los había llevado a la feria, sino que había tejido un lazo invisible entre ellos, un hilo de magia y leyenda que los acompañaría.
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