Una real metedura de pata

Una real metedura de pata

Para variar llegaba tarde y el sol de mediodía no hizo más que castigar mis prisas con un sudor espeso que me empapaba la frente mientras recorría, acalorado, la calle en la que habíamos quedado. Cuando por fin encontré la matrícula que coincidía con la que leía en mi móvil, me asomé a la ventanilla del coche, saludé, pedí perdón por la tardanza y me senté de copiloto, porque los otros dos pasajeros me explicaron que preferían ir detrás para dormir.

Todos se habían presentado ya y, cuando yo lo hice, les pedí que al menos repitieran sus nombres. Luego, el conductor me preguntó mi ocupación y yo hice lo mismo. En respuesta, me interrogó:

—¿Sabes que tenemos rey, no?

Yo, quizás queriendo compensar mi tardanza con una broma, dije:

—Lamentablemente.

Hasta el coche pareció darse cuenta de la metedura de pata pues, justo cuando entrabamos en la A6, se agitó como si tosiese una risa ahogada. El piloto, con ambas manos al volante y bajo las miradas expectantes de los dos pasajeros a su espalda, giró lentamente su cabeza hacia mí y, tras un silencio de tensión insoportable, dijo:

—Pues resulta que yo soy su guardaespaldas— y devolvió, sin más, los ojos a la carretera. Los pasajeros de atrás estallaron en una risa incontenible. Yo, ayudado por el sofoco de las prisas y la chaqueta de cuero que aún no había acertado a quitarme, enrojecí como una vitrocerámica, tanto que casi creí ver cómo se evaporaba el sudor que aún seguía brotando de mi frente. Temía lo peor.

—No, si… bueno, lo que quería decir es que…

—No pasa nada, estoy acostumbrado.

A mí me sorprendió su templanza y a él mi interés, así que siguió respondiendo a las preguntas que le dirigía. Resulta que fue una metedura de pata, otra, la que le llevaba a hacer este viaje, concretamente la de un corcel real en su pecho. Después de varias semanas hospitalizado, pensó que volver a casa le ayudaría a recuperarse del todo. Según dijo, aprovechó el tiempo encamado para leer filosofía, mi especialidad, y estuvimos discutiendo apasionadamente sobre el bien y el mal largo rato. Tanto que, tras dejar a los otros dos, se desvió casi veinte minutos para dejarme en casa, donde nos despedimos afectuosamente. Aprendí dos cosas ese día: Primero, no juzgues un libro por su portada; y segundo, hay que salir antes de casa.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS