Habíamos quedado en Atocha al amanecer, cuatro desconocidos en un coche, unidos solo por un destino incierto: una pequeña villa costera de Granada.
Carmen, una extrovertida arquitecta sentada en el asiento del copiloto, no paraba de hablar, entusiasmada con lo “auténtica” que era la vida en los pueblos andaluces, mientras Toni, un tímido universitario al volante, asentía con paciencia. En la parte de atrás me acompañaba Lola, artista y bohemia quien, en un bucólico silencio, observaba el paisaje como si intentara memorizarlo, mientras yo, con alguna broma suelta, seguía el ritmo de la conversación.
Tras unas horas de autopista y olivares, las estrechas comarcales se hacían más empinadas a medida que nos adentrábamos en la sierra, cuando, de repente, el coche dio un fuerte rugido y, después, el silencio. Sergio intentó arrancarlo de nuevo, pero el coche se quedó allí, inmóvil, más tirado que una colilla.
—No me lo creo… —murmuró Toni.
Bajamos todos para indagar bajo el humeante capó, aunque pronto quedaría claro que ninguno tenía estudios de mecánica. Tocaba esperar a la grúa.
Hicimos tiempo sentados tras el guardarrail, reflexionando sobre la inmensidad y la belleza de las montañas que nos abrazaban, hasta que un simpático taxista local nos acercó al taller, enclavado en un majestuoso valle, como sacado de una postal, con fachadas blancas y calles empedradas.
—En un par de horas lo tenéis listo —dijo el mecánico—. ¡Y estáis de suerte, chiquillos! Estamos en feria: casetas, rebujitos, cacharritos… ¡A disfrutar! —añadió, con una sonrisa.
Nos miramos y, sin pensarlo, bajamos hacia la plaza. Al llegar, el ambiente festivo envolvió nuestras mentes. Las toques de castañuelas, las flamencas bailando y el olor a pescaíto frito hicieron que cambiara nuestra perspectiva; era como si todo el pueblo nos invitara a ser parte de su celebración. Diluidos entre los vecinos, comimos paella y las risas empezaron a fluir.
Tras un buen rato de diversión, llegó la hora de retomar el camino. Pero algo había cambiado. Éramos los mismos cuatro, pero menos desconocidos.
Ya entrada la noche, aparcamos en el paseo marítimo, tarde, pero llegamos. Nos quedamos en el coche unos segundos, como si ninguno quisiera romper ese pequeño hechizo.
—Oye, esto hay que repetirlo —dijo Carmen, y los demás asentimos felices.
Nos despedimos con besos y abrazos, de esos que solo se dan los amigos. Habíamos ganado algo más que un recuerdo, un viaje para toda la vida.
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