El mirador tiene los cristales velados por el frío, las luces que adornan la calle se veían distorsionadas, pero me gustaba.
Oí el claxon del 600, se había hecho tarde, el carrillón marcaba las 21 horas.
Bajé la escalera con el ansia pegada a los talones, mi primera vez.
En el portal mis dos cuñadas, mis dos cuñados y mi marido.
Me dió risa, solo se le veían las gafas bajo el ala del sombrero; sobre la bufanda, los cristales velados.
– ¿Eres tú? – No podía dejar de reír.
No les hizo gracias, reírse así, en la calle, no es digno de una señora bien.
Entramos en el coche, mi cuñada la pequeña, su marido y nosotros dos, detrás.
La risa volvió de nuevo, al mediodía estaban buenas las sardinas.
Muy digna, mi cuñada mayor, se calzó las pantuflas para conducir, mientras su marido me miró de reojo, sonrío y recogió los tacones de aguja.
Llegamos a la puerta del teatro Principal, mi primera vez, aparcamos allí mismo, y oí el silencio.
Salir del coche dignamente, bajo la antena mirada de los burgueses acomodados, no fue fácil.
Mi cuñado le cambió el calzado a su esposa. Ella si que desplegó toda su altivez, tanto que creía que le iban a aplaudir.
Observando esos rostros de mirada incrédula pensé que no hacía falta atravesar las acristaladas puertas, el teatro estaba allí.
Una mujer rompiendo normas, unos jóvenes sintiendo el orgullo de pertenecer a una familia diferente, adelantada a sus tiempos.
La risa volvió y sentí un pellizco en el brazo, fuerte. Quizá, mi marido, no estaba tan adelantado.
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