—¡Nos olvidamos de Bara!
—¿Nos olvidamos? —Federico miró por el espejo—. ¡No está, Pablo! ¡Nos olvidamos de Bara!
—Volvamos a Piedra del Águila, cuando paramos para ir al baño, no lo esperamos.
Todavía adormilado por el runrún del auto, me divirtió el que hubiéramos olvidado un pasajero, también me preocupó tener que dar la vuelta en una ruta de montaña, curvas y contracurvas, transitadísima.
No dije una palabra.
Fue en ese momento en el que hube de recordar las consideraciones previas a este viaje de alienados. Mil kilómetros desde Bahía Blanca hasta San Carlos de Bariloche. En el trayecto, el aroma a agua de mar de la bahía, el viento despiadado de las pampas soporíferas, la gloriosa llegada al Valle Medio, mil chacras con frutales pintados con los frescos colores de la floración y luego el paisaje semioscuro de la Precordillera.
Salimos a la madrugada, para llegar entrada la noche, mil kilómetros, con paradas, no menos de catorce horas.
Una odisea.
Allí estaba Bara, fumando un cigarrillo sentado en una piedra, a su lado una lata de cerveza. Observaba, como si supiera ver en las sombras, unas voluptuosas formas en los cerros circundantes al pueblo.
—Sé que no me van a creer, pero le he encontrado sentido a mi vida mirado estas rocas, miren esa cuidadosamente, ¿no parece una madre arrullando su bebé, y esa otra no parece un indio dormido? Gigantes de roca gastados por miles de años de viento feroz. Somos tan pequeños en este mundo, aun en un pueblito perdido en la montaña.
—!Callate y subí, ya perdimos una hora!
—Y dejá la lata, la cerveza te hace delirar.
No me inmiscuí en sus argumentos, ni a favor ni en contra, faltaban casi trescientos kilómetros para llegar.
Recorrimos San Carlos de Bariloche por Avenida Bustillo iluminada «a giorno» hasta el kilómetro veinticinco donde estaba la cabaña.
Al llegar, entraron los tres, yo me quedé espiándolos por la ventana.
—Seguramente Papá haya dejado comida para todos nosotros, —aseguró Federico.
—¡Y bebida! —Pablo mostró tres latas de cerveza helada.
Federico se derrumbó en una silla, el cansancio lo había vencido, tal vez un poco, la tristeza.
Se abrazaron los tres.
—Estamos con vos, amigo, ya lo sabés.
—¿A qué hora es, mañana?
—A las once.
Elegí quedarme afuera, era una noche magnífica, con la Vía Láctea incluida.
Debía madrugar.
¡No fuera cosa de que faltara a mis propias exequias!
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