El coche compartido se detuvo frente al acerado, y me subí al asiento trasero. Había reservado el trayecto por Blablacar para ir de Madrid a Barcelona, y esperaba una tranquila y aburrida conversación con desconocidos. Pero al cerrar la puerta percibí de inmediato algo extraño en el ambiente.

El conductor, un hombre calvo con gafas oscuras, se giró lentamente y me dirigió una sonrisa que no inspiraba confianza.

—Bienvenido —dijo el hombre, con un tono que hizo que se me erizara la piel.

En el asiento del copiloto, una mujer de cabello enmarañado miraba por la ventana con ojos vacíos. No dijo ni una palabra. En el extremo opuesto de la parte trasera un señor mayor se retorcía incómodo, claramente agitado. Llevaba en sus manos una pequeña caja de madera que no dejaba de acariciar nerviosamente.

El coche reanudó la marcha. Intenté relajarme, pero el silencio opresivo dentro del vehículo lo hacía imposible. Finalmente, decidí romper el hielo.

—¿Haces este recorrido a menudo? Es un viaje largo.

—Largo, sí, pero depende de qué tan rápido lleguemos. ¿Verdad, Marta?

Sin esperar una respuesta, el conductor soltó una carcajada exagerada, como si hubiera contado el mejor chiste del mundo.

La mujer del asiento delantero asintió sin dejar de mirar por la ventana. Tragué saliva. El anciano a mi lado comenzó a sudar visiblemente, aferrando la caja con más fuerza.

—No puedo hacerlo —murmuró el anciano de repente—. No puedo seguir adelante.

—Claro que puedes —replicó el conductor, ahora con un tono firme, casi amenazante—. Tienes que hacerlo.

El calor de la cabina era agobiante y empecé a sudar también. ¿O eran los nervios? Traté de sobreponerme a la confusión y darle sentido a todo aquello. ¿Qué había en esa caja?

De pronto, el anciano abrió la ventanilla y sacó la caja, sujetándola con las dos manos. El conductor gritó:

—¡No lo hagas!

Pero ya era tarde. El anciano lanzó la caja al vacío. Se escuchó un gran estruendo y por un momento pareció como si la carretera retumbara. Para mi sorpresa, el coche empezó a flotar, suspendido en el aire, como si se hubiera liberado de alguna carga invisible.

—Bien —dijo el conductor con una sonrisa—. Al final vamos todos.

El coche siguió ascendiendo, ahora sobrevolando la carretera. Me aferré con fuerza al asiento, preguntándome si este era el fin o el comienzo de algo aún más extraño.

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