Juntos, rumbo a la tristeza

Juntos, rumbo a la tristeza

Anna

28/09/2024

Llegaba tarde. Muy tarde. 

¿Cómo iba a soportar un viaje de 6 horas con una persona tan egocéntrica como para hacer esperar a un completo desconocido? ¿Qué se habría pensado? Yo no era su familia, no la amaba incondicionalmente, no tenía que aceptar sus defectos a cambio de sus virtudes. No, yo no era nadie. Era una persona que, por el simple y triste hecho de tener que ahorrar un poco en gasolina, llevaba 15 minutos perdiendo el tiempo. Hace mucho que no vienes, resonaba la voz de mi madre en mi cabeza. Y tenía razón, pero estar con un padre convertido en niño me ahogaba. Me quitaba la energía. Sabía que debía ir, aunque me costaba menos esfuerzo ponerme excusas del estilo «ahora tengo mucho trabajo, no es un buen momento«, que aguantar la culpa. Así, sin querer darme cuenta, lleno de remordimiento, había vuelto a pasar más de medio año.

25 minutos. ¿Cómo era posible? ¡Qué descarada! Me tenía allí al sol, con el calor que hacía. Llegaría de madrugada; mi madre estaría despierta, sufriendo innecesariamente, como si no tuviera ya suficiente la pobre. Mi padre, en cambio, no se daría ni cuenta. Estaría soñando en otros mundos, igual que cuando estaba despierto.

Finalmente llegó. 33 minutos tarde. 

Sin sudar, sin prisa, sin pedir perdón.

Era alta; llevaba el pelo largo, rizado, cubriéndole la cara, las manos ocupadas con maletas y trastos, sandalias desgastadas y un vestido azul. Saludó con un «buenas tardes» y con un simple gesto me indicó que le abriera. Abrí el maletero, cerré la boca. Dentro aguardaba una retahíla de reproches e insultos acumulados durante todos esos minutos de espera, de desconsideración. Se sentó a mi lado. Se abrochó el cinturón con delicadeza. Se recogió el pelo. Lentamente, fue subiendo la mirada. Sus ojos vidriosos me atraparon. Pensé que te habrías ido. Su voz era suave, agradable, como gotas de lluvia en verano, deslizándose por mis mejillas, refrescante. En realidad lo estaba deseando. De esa manera habría tenido una excusa para no emprender este viaje. 

Así, sin más. Se calló y me sonrió.

Mi cuerpo reaccionó, sin preguntarme, sin mi permiso, devolviéndole la sonrisa, como un espejo. Se me erizó el pelo de la nuca y en ese instante supe que ya no deseaba nada más que eternizar aquellas horas que compartiríamos juntos, en un coche, rumbo a la tristeza.

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