Todo empezó de forma caótica. La noche anterior había terminado, inexplicablemente, en casa de mi ex. Y claro, me desperté tarde, sintiendo que la había cagado, porque ese día tenía que visitar mi nueva escuela de música en Málaga. Con la cabeza hecha un lío, abrí BlaBlaCar. Un coche salía en 45 minutos. ¿Podía llegar? ¡Tenía que hacerlo! Corrí como nunca, pedí un taxi y me lancé a la aventura.
Cuando llegué, me encontré con una furgoneta bastante modesta. Dentro, había una chica callada y una pareja que no se despegaba. Pero lo más interesante fue el conductor. Desde que me sonrió, supe que no sería un viaje cualquiera. Guapo, simpático, y con una de esas sonrisas que te desarman. Al principio, hablamos de tonterías, pero poco a poco fuimos profundizando. Ambos éramos extranjeros viviendo en España, compartiendo nuestras historias y las razones que nos llevaron aquí.
Él, sin embargo, iba estresado. Tenía una cita urgente en Málaga para recoger un documento importante, y con el tráfico del mediodía y la falta de aparcamiento, temía no llegar a tiempo. Entonces, se me ocurrió ofrecerle un favor: le propuse quedarme en la furgoneta aparcada en doble fila mientras él corría a por el documento. Era imposible que encontrara sitio, y su tiempo era justo, así que accedió encantado. Al volver, me lo agradeció con una sonrisa que valía oro.
Pero eso no fue todo. Después de acompañarme rápidamente a mi nueva escuela, me sorprendió proponiéndome un plan: “¿Te apetece ir a la playa después?”. ¿Cómo decirle que no? Nos fuimos a la playa de Benalmádena, y entre paseos, charlas y unas tapas, el día pasó volando. Era como si todo encajara de manera perfecta, casi como si estuviera escrito.
Y entonces, sucedió lo inevitable: bajo el sol y las olas, nos besamos. Fue uno de esos momentos que te paralizan, un beso que sabes que no olvidarás. Al final del día, cenamos hamburguesas en McDonald’s, porque, bueno, no todo el romance es de película.
Mientras me dejaba en casa, soltó la bomba: en unas semanas, volvería a su país. Sentí un nudo en el estómago. ¿Quién iba a pensar que al hacerle ese favor con el aparcamiento, estaba ayudando a asegurar su vuelo de vuelta? Y aunque me quedé con ganas de decirle que no se fuera, sabía que ese día lo recordaríamos para siempre.
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