Había subido al coche compartido sin mucha expectativa. Era una de esas mañanas frías en las que ni siquiera la promesa de llegar al destino conseguía levantarme el ánimo. Me acomodé en el asiento trasero, saludando brevemente a los dos pasajeros que ya estaban allí. Uno de ellos, un hombre mayor, estaba absorto en su móvil, y la chica a su lado hojeaba una libreta con dibujos.
—Yo soy Alba —dijo la chica con una sonrisa cálida, rompiendo el hielo antes de que el conductor arrancara.
A medida que el viaje avanzaba, la conversación fluyó de manera natural. Hablamos de las cosas más mundanas: el trabajo, el frío, las noticias. Sin embargo, conforme los kilómetros pasaban, algo en Alba llamó mi atención. En sus dibujos reconocí trazos familiares, un estilo que me recordó a alguien que solía conocer.
—¿Conoces a Javier? —le pregunté, señalando uno de los bocetos.
Sus ojos se agrandaron, sorprendidos. Me miró con una mezcla de incredulidad y emoción.
—Era mi hermano —dijo en voz baja.
Javier había sido mi mejor amigo en la universidad, alguien con quien compartí risas, aventuras y, sobre todo, largas conversaciones sobre la vida. Perdimos el contacto hace años, y nunca supe que había fallecido hasta ese preciso momento. La conexión fue instantánea, como si el destino nos hubiera reunido para recordar y cerrar un capítulo que había quedado inconcluso.
El resto del viaje fue una mezcla de nostalgia y risas, de recuerdos y pequeñas revelaciones. Compartimos historias, no solo de Javier, sino de nuestras propias vidas, unidas por ese lazo que, por un momento, había trascendido el tiempo y el espacio.
Cuando llegamos a nuestro destino, intercambiamos números de teléfono y una promesa tácita de mantener el contacto. Nos despedimos con un abrazo, conscientes de que el viaje en coche compartido no solo nos había llevado a un lugar, sino que nos había reconectado con una historia que ambos necesitábamos redescubrir.
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