Oscar manejaba y Pierre daba indicaciones; llevaba un mapa abierto de par en par. Rasta Lee y Carlomagno, su bulldog francés, de 11 años, iban detrás. Kilómetros más adelante, justo antes de entrar a El Quebrachal, un lomo de burro. La única indicación, aparecía apenas centímetros antes.
Varias veces, Oscar, Rasta Lee y hasta Carlomagno tuvieron la impresión de haber pasado por los mismos grupos de vacas, cadenas de montes parecidas a unas anteriores; curvas y contracurvas parecían repetirse. Carlomagno, a cada “esto me parece que…” o “estoy segura de haberlo visto antes” de su dueña, acompañaba con ladridos roncos.
Pierre decía que la tecnología no era su amiga y él era hombre du mond, y al decir eso, acariciaba su fino y largo bigote, que brillaba cuando los rayos del sol pegaban en el auto.
Oscar puso el dedo índice en el mismo lugar que Pierre para remarcar que ese lugar ya lo habían pasado hacía como dos horas. “Guau”, replicaba Carlomagno. No te enojés, flaco —decía la hermosa Rasta Lee, ya sentada en medio del asiento trasero para tomar parte activa en la discusión —, pero tu hermano tiene razón, me parece que venimos dando vueltas en círculo.
Ella fue la primera en darse cuenta por tener una visión más amplia. Primero, vio el cartel de “Bienvenidos a El Quebrachal” y el cartel de precaución, seguido del montículo. ¡Lomo, Oscar, lomo! – fue lo único que alcanzó a gritar Rasta Lee. “Guau, guau”, ladró Carlomagno. Pierre se tapó la cara con el mapa.
— ¿Qué lo…?—dijo Oscar sin poder terminar la pregunta.
El auto se suspendido en el aire. Oscar, sin sacar las manos del volante, decía varias cosas a Pierre, mientras que este, a su vez, apuntaba con el dedo índice una parte del mapa y leía los labios a Oscar. Las piernas de Rasta Lee se abrian, sincronizadas, en direcciones opuestas, mientras apretaba con fuerza la correa de Carlomagno, el único que no llevaba cinturón de seguridad y flotaba ahora por el aire como un globo peludo, con las patas para arriba y la lengua afuera.
Cayeron.
Oscar estacionó el Fiat a un costado, sus ojos estaban desorbitados.
Luego de unos minutos, Pierre rompió el silencio del momento: —¿Vieron? Íbamos bien. Si este lomo no estaba.
A la vuelta, Rasta Lee y Carlomagno viajaron adelante, por ordenes de Oscar, y Pierre, atrás, ya sin el mapa. De ahora en más, solo el GPS.
OPINIONES Y COMENTARIOS