Habíamos quedado a las ocho, frente al bar “El Coyote”. Juan, el conductor, apareció con su Seat Toledo, impecable, con pinta de ser alguien que nunca se salta una norma. En el asiento del copiloto iba ya don Fermín, un hombre mayor de traje ajado, con aires de sabelotodo. Me subí al asiento trasero junto a Rosario, una señora menuda que llevaba un paquete envuelto en papel de regalo.
—¡A ver si no hay tráfico hoy! —dijo Juan con tono de preocupación.
—El problema no es el tráfico, sino las prisas —sentenció don Fermín, como si hablara desde una montaña de experiencia.
“Vaya, menuda charla nos espera”, pensé, pero callé y me dejé llevar. Rosario, por su parte, se aferraba al paquete con una mirada entre nostálgica y risueña.
—Esto es un regalo para mi hermano —me dijo señalando el paquete—. Ya verás su cara cuando lo abra.
A mitad de trayecto, don Fermín sacó una petaca y bebió un sorbo. Juan lo miró de reojo.
—No está bien beber en el coche —le recriminó.
—Las normas están para guiar, no para amargar —respondió don Fermín, como si fuera su lema de vida.
Todo iba bien hasta que Juan paró en una gasolinera. Él se fue al baño, y en ese momento, Rosario sacó unas gafas oscuras y un fajo de billetes.
—Don Fermín, hay que pagar al contacto de “Operación Espárrago” en cuanto lleguemos a destino —dijo, bajando la voz.
Don Fermín, sin inmutarse, sacó un sobre de su chaqueta y se lo entregó. Me quedé de piedra. ¿La dulce Rosario y el viejo abogado metidos en algo clandestino? Me sentí atrapado en una trama que no entendía.
Juan volvió al coche con la misma calma de antes.
—¿Listos para continuar? —preguntó, ajeno a lo que había pasado.
Al llegar al pueblo, la plaza estaba vacía. Nos quedamos mirando alrededor.
—¿Dónde está el contacto? —murmuró Rosario, ajustándose las gafas.
—Sí, debería estar aquí —dijo don Fermín.
Juan, recostado en el coche, se cruzó de brazos y sonrió.
—Creo que lo habéis encontrado —dijo sacando un cuaderno con un espárrago dibujado—. Sin saberlo, llevamos juntos todo el tiempo sin saberlo.
Don Fermín se quedó boquiabierto, y Rosario casi dejó caer el paquete.
—¡Vaya sorpresa! —dijo ella riendo—. Pues al menos hemos compartido la gasolina.
Al final, lo único que no resultó ser una sorpresa fue el precio del viaje.
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