Compartir coche parecía una buena idea… al principio. Cuatro desconocidos, un coche pequeño y una hora de trayecto. ¿Qué podía salir mal? Todo, absolutamente todo.
El conductor, un tipo llamado Paco, se veía confiado. Al arrancar, no pasó ni un minuto antes de que empezara a soltar un monólogo sobre las maravillas del coche compartido. Mientras hablaba sin cesar, ajustaba el retrovisor constantemente, aunque parecía más interesado en su peinado que en la carretera. Se notaba que estaba disfrutando de su papel como director.
En el asiento trasero, Marta, una joven con cara de pocos amigos, miraba su móvil como si la vida le fuera en ello. No había manera de arrancarle ni una palabra, salvo para decir que prefería viajar en autobús; aunque, a juzgar por su expresión, hubiera preferido caminar descalza por brasas ardientes antes que estar en ese coche. La pantalla de su móvil parecía ser su único refugio del incesante parloteo del conductor.
A mi lado estaba Carlos, que decidió que el viaje era el momento perfecto para sacar su «sushi casero». El olor era tan fuerte que parecía provenir de las profundidades de algún rincón perdido del Mar Muerto. La primera bocanada de aire fresco que intentamos capturar al bajar las ventanillas fue interrumpida por un frenazo brusco.
Algo ladraba en el maletero. ¿Ladridos? Paco giró la cabeza con una sonrisa nerviosa, y, como si fuera lo más normal del mundo, liberó a un diminuto perrito, Pipo, que salió disparado del maletero directamente al asiento delantero, tomando posesión del volante como si fuera el auténtico conductor.
El caos estalló. Pipo ladraba como un loco, Carlos seguía con su sushi volando por el coche cada vez que Paco daba un volantazo, y Marta, quien ya parecía haber aceptado su destino, solo se limitaba a soltar suspiros profundos, como si esto fuera un día cualquiera en su vida. Los cuatro, atrapados en esta locura automovilística, nos miramos con una complicidad indescriptible.
Finalmente, llegamos al destino, con Pipo ocupando el asiento de copiloto y mirando al horizonte cual héroe victorioso. Mientras bajábamos del coche, supe que nunca volvería a ver un autobús de la misma manera. A partir de ahora, cualquier medio de transporte será una bendición. En el fondo, ese viaje compartido nos había unido de una manera inesperada, y aunque nos quedamos en la memoria como unos extraños, nos marchamos con una sonrisa en la cara.
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